"La creatividad sin estrategia se llama arte. La creatividad con estrategia se llama publicidad". Jef Richards, profesor de Publicidad en la Facultad de Comunicación de Austin, es el autor de esta reflexión llena de lucidez. No le falta razón. No obstante, arte y publicidad no son continentes aislados. Entre ellos, las ideas geniales fluyen en ambas direcciones. El afán de impacto de las campañas publicitarias ha encontrado una fuente de recursos inagotable en exposiciones y catálogos de arte contemporáneo. Aparentemente, todo ese material creativo es diseñado sin otra pretensión que activar en las neuronas de quien lo contempla una chispa de conmoción y emotividad. El arte moderno, al contrario de lo que mucha gente considera, no encierra mensaje alguno. Es un juego abstracto sin moraleja, que solo busca despertarnos intelectualmente. La publicidad comparte ese mismo propósito. También quiere despertarnos. En la práctica, sus mecanismos de incitación son idénticos, salvo un detalle: la publicidad sí tiene una finalidad. Su objetivo es efectuar una venta. Apropiarse de las poderosas herramientas del arte con el propósito de vender productos es un ejercicio muy arraigado en las estrategias de marketing. Del mismo modo, se produce un diálogo entre estas disciplinas a la inversa. Erróneamente, imaginamos a los artistas como creadores que focalizan toda su inventiva en su obra, que trabajan exclusivamente "por amor al arte", sin mayor ambición. Es cierto que estos autores existen, pero casi ningún artista reconocido se limita a eso. También ellos hacen uso de estrategias de marketing para promocionar sus productos y venderlos mejor. Damien Hirst, la estrategia del marchante En esta categoría, Damien Hirst es máximo exponente actual. Se hizo famoso por meter animales seccionados en tanques de formol. Escándalo tras escándalo, se ha ganado a pulso el puesto de enfant terrible del mercado del arte. Su obra "For the Love of God", pieza realizada por la joyería londinense Bentley & Skinner (sin que Hirst interviniera más allá del diseño) es una calavera humana de platino con 8.601 diamantes incrustados que fue vendida en 2007 por 50 millones de libras. ¿Cómo Mr. Hirst ha llegado a ser el artista vivo mejor pagado del mundo? Pues gracias a un férreo control de su controvertida carrera, encendida por la polémica del sensacionalismo, y una estrategia orquestada al milímetro. Hirst ha hecho su razón de ser en un simple gesto: se salta la mediación de los galeristas, es su propio agente y presenta su producción directamente en las subastas de Sotheby"s. El mercado del arte, ávido de espectáculo y sin un criterio claro en el que depositar su dinero, hace todo lo demás. Andy Warhol, el artista publicista. "El arte comercial es mucho mejor que el arte por el arte". Warhol lo tenía claro. El rey del pop-art era, en realidad, un diseñador publicitario con ambición de artista. Se sentía fascinado por la riqueza y el reconocimiento. Para él, definir un nicho de mercado era en sí mismo un tema artístico. Elevó a categoría de arte la banalidad comercial. Personificó el vínculo entre lo mundano de la iconografía de masas y el templo del museo. Esa osadía resultó irresistible para los compradores de su obra. Frecuentaba el mundo underground con la misma facilidad con la que se codeaba con estrellas de Hollywood y adinerados coleccionistas de arte. El mercado depositó en su mano el poder de conceder una distinción artística a cualquier cosa y, siempre que pudiera pagarlo, también a cualquier persona. Tal era la demanda de sus retratos al estilo Marilyn, que hizo una gira europea con una cámara Polaroid para fotografiar a empresarios alemanes deseosos de lucir en sus despachos un retrato firmado por él. Recogía el cheque, pasaba las fotos a sus técnicos en serigrafía, supervisaba el resultado y firmaba los cuadros a enviar por agencia. Salvador Dalí, precursor del personal branding. Si Hirst no ha dejado nunca de ser un punki y si Warhol se portaba como una estrella de rock, Dalí actuaba como un emperador chiflado. Fue precursor del personal branding como estrategia para la promoción de obra en venta. La figura delirante, histriónica y exhibicionista era un continuo spot de marketing de guerrilla. Se le recuerda principalmente como pintor, pero su más auténtica aportación a la historia del arte es el activismo publicitario que atraía y focalizaba el interés sobre sus productos. Se comportaba como un recaudador de fondos en las galas americanas, llenas de magnates y mecenas. Funcionaba como reclamo constante hacia su creaciones artísticas. Todo él era una creación artística. Fue el mejor embajador posible de su propia marca. La excentricidad del personaje era consentida, ya que no contradecía en nada el surrealismo de su obra. Cierto que su pasión por el dinero era patológica y que llegó a vender papeles en blanco con su firma. Su carrera vivió tal desorden, que su legado está ahora en entredicho por la proliferación de falsificaciones fuera de control. Con la crisis, el arte vuelve a ser refugio para inversores desorientados. El criterio que dictamina el valor de lo adquirido es aquí más subjetivo que en ningún otro lugar. Tradicionalmente, han sido los galeristas quienes predisponían a los coleccionistas a adquirir determinadas firmas. No obstante, los productores de arte han aprendido a desenvolverse por sí mismos a la hora de implementar el valor de sus obras. En un negocio tan voluble y competitivo, donde nunca se tiene la certeza de si algo es bueno o malo, caro o barato, el artista es un estratega significativo a la hora de poner precio a sus creaciones. Y si juega bien sus bazas, ni siquiera precisará estar muerto para revalorizarse. Si las cosas valen lo que la gente esté dispuestas a pagar por ellas ¿por qué no envolverlas en papel especial?