Esta mañana, como casi todas, he salido a hacer ejercicio con una caminata rápida, tal como me recomienda mi médico y reclaman mis articulaciones. Al llegar a casa un artilugio colgado de mi muñeca me dice que he dado 3.797 pasos, recorrido 2.91 kms, quemado 184 calorías, latido con una frecuencia media de 106 por minuto y todo ello durante 36 26", entre otras menudencias. No sé si sentirme agotado, satisfecho o abrumado.
A 10.600 kms. del lugar de mis paseos, hace unos años, Shigeomi Koshimizu, profesor en el Instituto Avanzado de Tecnología Industrial en Tokio se dedicó a analizar el trasero de los demás. Resulta que cuando alguien está sentado, el contorno del cuerpo, la postura y la distribución del peso pueden cuantificarse y tabularse. Koshimizu y su equipo de ingenieros convirtieron los traseros en datos, midiendo con sensores la presión en 360 puntos diferentes del asiento de un coche. El resultado es un código digital único para cada individuo que demostró tener una efectividad de acierto en el reconocimiento individual del 98%.
Estos simples ejemplos ilustran que nuestra vida está pasando a depender de la información que generamos. Se nos mide ya en bits acumulados por nuestra forma de vida que conforman un diario personal fuera de control. Además, en este contexto, cada uno de nosotros importamos poco porque el valor de nuestros datos lo otorga la masa (big) con no sabemos qué criterios.
La ciencia de los datos transformada en inteligencia predictiva es el mayor recurso de investigación y desarrollo que el ser humano ha sido capaz de crear. En realidad, la materia prima siempre la tuvimos ahí, pero hasta hace poco no supimos excavar en tales minas (data mining) para explorarlas y extraer su riqueza. El valor de los datos, en efecto, no está en su existencia sino en los resultados de su análisis que nos indican cambios en comportamientos, sistemas o procesos. Es el dato exprimido para extraer el jugo más valioso de la realidad.
Las nuevas tecnologías viven de los datos, de los que reciben como su imprescindible combustible y también de los que generan y devuelven bajo múltiples formas, con abundantes y a veces interesados filtros y no siempre inocentes propósitos. En este terreno el componente tecnológico está ya resuelto, aunque seguro que el futuro no dejará de sorprendernos; el componente profesional avanza, si bien con un amplio margen de crecimiento a juzgar por las bolsas de empleo aún sin cubrir; y el componente ético está todavía pendiente de reflexión, con apenas algunos atisbos de normativa pero sin la madurez y contraste que pide semejante revolución.
La ciencia de los datos está adquiriendo tal envergadura porque se ha introducido en los recovecos más recónditos y aparentemente insignificantes de nuestra vida, nuestro cuerpo y nuestro pensamiento. Ha encontrado ahí un terreno fértil para sembrarnos inquietudes, necesidades y deseos. Hasta hace poco los pasos que yo camino por las mañanas y mi ritmo cardiaco mientras lo hago solo me concernían a mí, con el valor que yo quisiera darles. Ahora, esos datos escapan de mi dominio en cuanto se generan, producen efectos que desconozco a niveles que ni puedo imaginar y seguramente se terminarán transformando en algún momento en nuevos modelos de zapatillas deportivas y cambios en la prima de mi seguro de salud. Bien es cierto que, según IBM, el 90% de todos los datos que generan nuestros dispositivos conectados nunca se analiza, y el 60% de estos datos empiezan a perder valor en cuestión de milisegundos. Según esto, al parecer, hemos encontrado el tesoro pero no siempre sabemos qué hacer con él.
La reflexión que me permito a este propósito surge de algunas preguntas: ¿es posible que estemos avanzando hacia una cultura que gire exclusivamente alrededor de la información que producimos? ¿Esta obsesión por los datos nos está llevando quizá a entronizar la detección de tendencias en perjuicio del análisis de las causas? Y, al hilo de lo anterior, ¿en dónde confluyen nuestra capacidad de hacer -de inventar, analizar, programar, predecir... --con nuestra necesidad de ser --individuales, irrepetibles, autónomos, libres--...?
Recordemos que el soplo de vida de los datos lo proporciona el algoritmo, esa herramienta que facilita la recolección, segmentación y análisis de los mismos. Sin él nada de esto sería posible. El algoritmo se encarga de establecer "modelos" que se van perfilando y ajustando mediante constantes pruebas de contraste con la actividad en la red de redes. Son como un traje siempre cogido con alfileres... por si acaso. El "big" que acompaña a los datos consigue que tales modelos se conviertan en patrones de comportamiento y, por tanto, en predicciones de conducta. ... Y todo ello en una permanente retroalimentación, un bucle del que es imposible escapar y que, como individuos, puede provocar una especie de "reflujo mental" tan desagradable como el gástrico.
A la primera pregunta, por tanto la respuesta es sí, hoy somos los datos que generamos y valemos según la utilidad de tales datos. No le pidamos pues ni a Facebook, ni a Google ni a nuestro Banco mayor comprensión y empatía que la que les ofrece la información que obtienen de nosotros en forma de interacciones, búsquedas o movimientos de cuenta.
Más inquietante, si cabe, es tener que responder a la segunda cuestión también en sentido afirmativo. Según esta realidad que vivimos, los hechos-datos no importan tanto por sus causas sino por sus consecuencias, o, mejor aún, por la probabilidad estadística de que se repitan con más o menos variables, es decir, como llave de predicción de futuro.
Permítaseme un ejemplo para que yo, el primero, lo entienda mejor.
Está ya generalizado el uso del llamado "dinero de plástico" (ahora incluso "encerrado" en el móvil). Sobre todo cuando estas formas de pago van asociadas o coinciden con las "tarjetas de cliente" o de fidelización dejan un rastro completo, en cantidad y calidad de información, de nuestros hábitos de compra, que es tanto como decir, de nuestro "valor" socioeconómico. Y si esta información se cruza con las consultas sobre marcas que hacemos en la web, los comentarios que dejamos en las redes y hasta nuestro recorrido en el punto de venta, ... se extraen interesantes conclusiones pero no por los motivos que quizá imaginamos. A los dueños de nuestras tarjetas (bancos y puntos de venta) ni les interesan ni les importan las posibles causas que motivan nuestro comportamiento; lo que valen son los indicadores que nuestra conducta pasada anticipa de cara al futuro. Como alguien dejó escrito con acierto: " pasamos del paradigma de la causalidad al de la correlación". No nos intrigan los motivos de lo ocurrido sino la tendencia que ello manifiesta.
Google es el gran gurú de nuestra época. Su negocio es la publicidad personalizada, pero hace ya 4 años que reconoció que tenía suficientes datos sobre nosotros como para no tener que husmear más con sus rastreadores algorítmicos en nuestro correo de Gmail; le bastaba con saber qué hacíamos en You Tube, en Chrome y en el resto de "servicios gratuitos" que nos ofrece y usamos sin parar. Con eso su dominio en el mercado de los anuncios está asegurado: entre Google y Facebook acaparan 85 de cada 100 dólares invertidos en internet. Pero, negocio aparte, si el 15 % de los habitantes del mundo están utilizando ahora alguno de los productos de Google-Alphabet (y lo están), dándole gratis ingentes cantidades de información personal, tiene suficientes datos en tiempo real como para entender qué piensa el planeta y para qué, no tanto el porqué, que es pasado y carece de interés.
No solo la ciencia y el consumo, también la cultura y el arte llevan camino de reducirse a datos, algoritmos y resultados predictivos. El Big Data junto con la Inteligencia Artificial ya están creando guiones para películas y series. Lo difícil es imaginar el fenómeno a niveles más elementales, por ejemplo, como lectores, cuando perdemos la noción del tiempo enfrascados en una novela, un ensayo o unos versos. No hay problema. Para eso está la web howlongtoread que nos dice cuánto tardaremos en leer el próximo libro que tengamos en mente. Yo mismo, si emprendo de nuevo la lectura de El Quijote ya sé que tardaré 10 h. 2 a un promedio de 242 palabras/minuto. Ese es el dato importante, lo demás es casi irrelevante porque Sancho Panza, el pobre, por no tener no tenía, como yo, ni un reloj que contara sus pasos y le diera el pálpito.