Ya no concebimos nuestra vida sin los artilugios digitales que nos rodean y nos la facilitan…, o eso creemos. Nuestro trabajo, nuestro hogar, nuestras amistades, nuestras finanzas domésticas, etc. penden de procesadores y algoritmos cuyo control escapa a nuestras manos, por mucho que tengamos la sensación contraria. Pero es cierto es que la tecnología digital tiene la virtud de otorgarnos un poder hasta hace poco desconocido, el poder de acceso a la información casi ilimitada, y el de comunicación instantánea sin límites de espacio y en tiempo real.
No seré yo quien ponga en duda tales ventajas. Estas mismas líneas que escribo están ahora a cientos de kilómetros de distancia de su destino final y, sin embargo, llegarán a él en apenas un instante, a golpe de clic. Los beneficios son evidentes, pero, como suele ocurrir en todos los avances de la humanidad, a algo estamos renunciando para disfrutarlos y alguna debilidad traen también consigo.
Vayamos con las consecuencias de fondo, y no del todo positivas, que tiene la tecnología digital en general y el mundo de internet en particular. Por enumerar algunas:
La facilidad e inmediatez de acceso a los datos nos generan la falsa ilusión de creer, primero, que si lo dicen Google o Wikipedia ya es cierto, y segundo, que tener el dato es tanto como entenderlo. Ninguna de las dos premisas son verdad porque entre la mera información (dato) y el conocimiento (sabiduría) debe situarse, como requisito, la reflexión, el pensamiento, el análisis, la capacidad de contrastar, de comparar, de asimilar. En definitiva, debemos recorrer la distancia que va entre conocer y saber.
La educación actual, que va incorporando afortunadamente cada vez más herramientas digitales, tiene el reto de extraer de ellas todo su potencial pero sin olvidar que son un medio y no un fin. El objetivo de toda educación es enseñar a pensar para ser capaces de elaborar procesos mentales y conclusiones individuales, más allá de las máquinas y los algoritmos.
Tenemos quizá también la no siempre correcta impresión de que los dispositivos digitales son un factor de democratización de nuestra vida y nuestras relaciones. Saltamos barreras, eliminamos controles, nos expresamos sin trabas y parece que, por ejemplo, las redes son la tribuna más abierta y democrática para opinar, aconsejar e incluso insultar, sin que casi nadie nos lo impida.
De nuevo, es solo una percepción, porque ¿nos hemos puesto a pensar que esa aparente "democracia" se sustenta sobre la "dictadura" del algoritmo y sus creadores y dueños? En otras palabras, es cierto que internet es un "país" democrático como el que más si nos fijamos en la libertad de participación, pero también es la mayor dictadura porque su gestión están muy pocas manos. Es Facebook quien decide qué amigos nos convienen, Google quien elige las respuestas a nuestras búsquedas, Amazon quien recomienda los productos que necesitamos, Microsoft quien controla qué y cómo se comportan la mayoría de los ordenadores, y eso es tanto como decir que quienes gobiernan buena parte de nuestra vida actual son los señores Mark Zuckerberg, Sundar Pichai, Jeff Bezos y Satya Nadella, entre otros.
De todos es sabido que en Internet, si el producto es gratis, el precio somos nosotros: nuestra vida, nuestra identidad, nuestros datos. Renunciamos a la intimidad en parte porque entendemos que salimos ganando en el cambio y, a veces también porque no somos conscientes de los jirones de privacidad que vamos regalando en nuestra diaria "navegación". Por eso un buen día, quizá, nos despertemos con la evidencia frente a nosotros de que ya apenas nos queda nada de vida privada.
Pero internet y el mundo digitalizado tienen también derivaciones en otros ámbitos más prácticos y tangibles. Todos ellos en forma de dependencias, tales como:
Dependencia tecnológica. Las comunicaciones por cable o inalámbricas sobre las que se apoya todo lo digital son extremadamente frágiles, entre otras cosas porque a su vez tienen una total dependencia energética. El concepto de "nube", por ejemplo, no es nada aéreo sino, como sabemos, enormes instalaciones donde se gestionan los datos en servidores que, por cierto, consumen ingentes cantidades de energía sobre todo para mantenerlos refrigerados. Y estos servidores, al igual que nuestros dispositivos, no funcionan si no cuentan con un software (siguiente dependencia) que es el que organiza la secuencia de procesos que en cada caso el usuario ordena. Y, por último, nuestra sociedad digital está sujeta a los sobresaltos producidos por los agentes externos que la utilizan para modificar su funcionamiento en beneficio propio o sencillamente para perturbar su normal desarrollo: virus, hackers…
En resumen, lo digital se mantiene, con todas su virtudes y beneficios, en un difícil equilibrio, con cimientos tan mastodónticos como quebradizos. Una fragilidad de la que no solemos ser conscientes hasta que nos aparece la fatídica pantalla azul en el ordenador, WhatsApp se cae unas horas o nuestro smartphone es incapaz de captar una señal wifi que le devuelva la vida.
Es lo que tiene vivir en un chip.