Por Redacción - 25 Junio 2014
Durante algún tiempo, uno de los primeros resultados que aparecían en las búsquedas de Google cuando se buscaba Comcast, la compañía estadounidense de cable, era el vídeo de un hombre durmiendo. El hombre no era, por supuesto, una persona cualquiera. Era un técnico de la compañía que había ido a arreglar un problema en la conexión de internet de uno de sus clientes. Primero el técnico llamó al servicio de atención al cliente para saber qué hacer con el problema,demostrando su escasa eficacia. Luego, se quedó dormido en el sofá del consumidor. Y ante semejante situación el cliente hizo un vídeo y lo subió a YouTube.
El técnico perdió su empleo, el consumidor tuvo su venganza en la red cuando todo el mundo fue consciente (y solidario) del mal servicio y Comcast se enfrentó a un terrible dolor de cabeza. Todo esto pasó, por cierto, en 2006, pero hoy, 8 años después, todos seguimos sabiendo de que va la historia del Técnico de Comcast durmiendo en mi sofá.
La historia es, además, una de las mejores formas de ejemplificar las razones por las que las marcas no deberían desatender a los consumidores a los que han enfadado, ya sea por un mal servicio, por incumplir las condiciones pactadas o por - simplemente - tener un mal día y hacérselo pagar al desafortunado cliente que pasaba por allí. Hace unos años esas historias pasarían del consumidor enfadado a su más inmediato círculo de confianza y quizás, si la historia era muy impactante, al círculo de confianza de esos contactos. Pero en la actualidad las redes sociales han hecho que el círculo de confianza se haya multiplicado por una cifra muy elevada: cualquiera que coja Twitter podrá, por ejemplo, encontrar la crítica y la historia de ese cliente enfadado. Y las redes sociales harán que esto se multiplique por mil.
Las empresas tienen que responder siempre - y hacerlo de forma adecuada - a las críticas y las quejas en social media. Echar tierra sobre el asunto no tiene ningún sentido, sobre todo porque al final tendrá el efecto contrario. Querer ocultar algo en internet es como intentar poner puertas al campo y, de hecho, tiene un efecto multiplicador. Los internautas se encargarán de hacer llegar el mensaje mucho más allá de lo que llegaba en un primer momento. Es el temido efecto Streissand.
Un cliente enfadado puede ser un ataque a la línea de flotación de la imagen corporativa de una empresa. La SGAE es una de las organizaciones que más ha sufrido en los últimos años el efecto del sentimiento negativo de los consumidores. La asociación de derechos de autor ha protagonizado diferentes campañas contra la piratería (o contra internet, según sus críticos) que han despertado numerosas críticas. El organismo ha demostrado, además, no entender exactamente cómo funciona la comunicación en los tiempos de la red, lo que ha ayudado a crear todavía más sentimiento negativo, más quejas y más fuegos en redes sociales e internet. Más allá de los innumerables hashtags que han protagonizado, en 2004 la organización fue la protagonista de una campaña de Google bombing. Los internautas linkaban la web de la SGAE usando para ello la palabra ladrones, lo que hacía que - con las normas de SEO del momento - al buscar la palabra ladrones ellos fueran los primeros en la lista de resultados. Tras la campaña, la SGAE se enzarzó en una disputa judicial con Julio Alonso, uno de los nombres más influyentes de la blogosfera en el momento y una de las personas que había comentado la acción, y el eco de la campaña no se apagó hasta (nada más y nada menos) que 2013.
Clientes abandonados
Las redes sociales no perdonan ningún fallo ni ningún descuido. Ahí están todas las veces que Ryanair ha protagonizado diferentes episodios negativos, como dejar a sus clientes tirados en un aeropuerto cualquiera, retrasar durante horas sus vuelos o hacer pagar por cosas que el sentido común diría que no deberían ser pagadas. La aerolínea era atacada a golpe de tuit, de vídeo en YouTube y de fotos en todas las redes sociales. Las quejas de sus clientes llegaban a los medios de comunicación tradicionales, siempre ávidos de noticias impactantes sobre la aerolínea, y el efecto de dejar a sus clientes abandonados se convertía en noticia más que viral. Pasajeros de Ryanair amotinados, novias que se lían a puñetazos en sus aviones o aterrizajes de emergencia son algunos de los titulares que se pueden encontrar en las noticias de los diferentes medios de comunicación sobre la aerolínea irlandesa.
Ryanair es también un ejemplo clarísimo de como pasar de las quejas de los clientes acaba convirtiéndose en una bola de nieve y luego en una avalancha que lo arrasa todo a su paso. La compañía había creado una imagen de marca en la que el valor principal era que era muy barata, muy low cost, pero a eso también se sumaba el que era muy cutre. Los directivos de la firma defendían esa cutrez: lo importante era que eran baratos y eso era lo que querían los consumidores. Lo demás simplemente servía para garantizar esos precios bajos. Pero a medida que avanzaban los años, las quejas y las críticas se fueron acumulando. Lo cutre pasó a ser lo principal que los consumidores asociaban a la marca, así como su auténtico desdén por los clientes. Criticar a Ryanair sin piedad en social media era (y aún más o menos es) ya un deporte.
No escuchar las quejas tuvo su efecto. La firma empezó a notar el impacto en sus cuentas corporativas y, por primera vez, tuvo que anunciar que no cumpliría con los resultados financieros previstos para el año fiscal. Los clientes enfadados penalizan las cuentas de las compañías y eso es, como aprendieron en la aerolínea, un hecho. Ryanair tuvo que fichar a un nuevo jefe de marketing que empezó a crear "la nueva Ryanair". No solo han simplificado los pasos para comprar cualquier cosa en su web o mejorado las condiciones de viaje, también han empezado a escuchar a los clientes. Ahora están en social media y también tienen un servicio de atención al cliente (gratis) en el que quejarse y conseguir (de verdad) soluciones.
La "dictadura" del hashtag
En definitiva, nunca ha sido más fácil que ahora hacer valer los derechos del consumidor y hacer notar los fallos de las marcas. La comunicación ha cambiado y las marcas tienen que ser más transparentes, más próximas y más rápidas en la gestión de los problemas. Tienen que ser más simpáticas.
El mundo de las redes sociales obliga a las empresas a ser como los camareros del bar familiar de la esquina, ese que sabe cómo se llaman los clientes y que trae un café nuevo - y sin coste - cuando el consumidor torpe lo tira sin querer al suelo. Ya no vale con ser altivos (y arquetípicos) camareros de cafés parisinos, esos que no se dignan ni a hablar con sus clientes porque no saben ni murmurar buenos días en francés.
Las marcas deben ahora enfrentarse a la ?dictadura" del hashtag. Cualquier usuario puede lanzar una queja, ponerle un hashtag pegadizo y convertirse en un altavoz de todo lo que no gusta de esa marca. O, aún más doloroso, cualquier usuario puede aprovecharse del hashtag que lanza una marca para su promoción y darle la vuelta para la queja. De ahí al trending topic y la vergüenza global solo hay un paso.