Por Redacción - 11 Enero 2016
Solo hay que sentarse a pensar con detenimiento en lo que se hace cada día y en lo que se consume, en esas cosas que se compran y se hacen de forma prácticamente subconsciente para encontrar un ejemplo claro de cómo se heredan marcas y se heredan pautas de compra. Si la abuela usaba aquella marca de detergente, aquella marca de jabón de manos y aquella otra de leche, es más que probable que cuando se esté paseando por el supermercado, decidiéndose por lo que se va a meter en la lista de la compra, se acabe optando por los productos que la abuela también incluía en la cesta. Y es todavía más que probable que, mientras se haga, se recuerde a la abuela defendiendo que para conseguir los mejores resultados a la hora de hacer un bizcocho hay que usar aquella harina o que nada deja la ropa más limpia y con mejor olor que aquel detergente.
La abuela y sus recomendaciones acabaron convirtiéndose en un elemento que define cómo nos relacionamos con esas marcas que ella recomendaba. Las recomendaciones de la abuela se acabaron asentando como un elemento decisivo para el consumo, como una perla de sabiduría que nunca habría que olvidar cuando se compraban productos. En el cerebro del consumidor se asentaron además de una manera mucho más compleja: esas marcas y esos productos que ella siempre decía que eran los mejores o los que daban mejores resultados son aquellos por los que al final se acaba sintiendo algo más que simplemente confianza. Esos productos es bastante probable que acaben cruzando la línea y que se conviertan en lovemarks.
Las lovemarks, ese concepto diseñado por Kevin Roberts, el CEO de Saatchi&Saatchi, y que se ha convertido en uno de los elementos cruciales para comprender el marketing moderno, son las marcas que los consumidores aman. Convertirse en una lovemark es muy complicado pero es algo que toda marca desearía poder conseguir. Los consumidores no solo sienten algo por esas marcas (amor, al fin y al cabo) sino que además son especialmente fieles y especialmente entregados en su relación con ellas. El consumidor protege, ama y sigue a su lovemark y es muy difícil perderlo una vez que se ha cruzado esa línea. La relación ya no está marcada por cuestiones racionales, sino que viene definida por elementos completamente irracionales y emocionales.
Y uno de los elementos que genera emociones y uno de los que hace que se sienta más próximo a ella es el asociarlo no solo a elementos de la relación directa entre ellos y las marcas sino también a los que unen a esa marca a las personas que aman. Igual que ciertos postres o el sabor de ciertas comidas hacen que uno recuerde directamente a la abuela y a las emociones que ella despierta, ciertos productos se asocian directamente a ciertas personas y a las relaciones emocionales asociadas a ellas. Por ejemplo, los fans de los equipos de fútbol suelen heredar sus colores. Suelen ser seguidores de los mismos equipos que sus padres seguían o de los que su familia era fan y el acto de ir al estadio a ver un partido suele asociarse a los recuerdos de infancia con esas primeras visitas al campo con la familia.
Heredamos las marcas
De hecho, los estudios demuestran que las marcas favoritas suelen pasarse a los descendientes en una suerte de herencia de consumo. Las familias acaban influyendo en los hábitos de consumo de sus descendientes haciendo que estos tengan claros los beneficios de sus marcas favoritas. Incluso cuando en un momento los hijos se rebelan contra los hábitos de compra de sus padres (la relación con las marcas también vive una adolescencia en la que ciertos productos se consideran poco cool), al final, como en una suerte de ciclo de la vida, se vuelve al momento inicial en el que esa marca era vista de un modo más positivo.
El mecanismo funciona como una suerte de reloj. Los padres introducen ciertas marcas a sus hijos cuando llega el momento en el que las necesitarán, como una suerte de rito iniciático que hará que el paso a la edad adulta sea también el paso al consumo de ciertas marcas. Todo el mundo recuerda el momento en el que se fue de casa y los padres comenzaron a recomendar cosas o a descubrir cómo deberían hacer sus hijos las cosas ahora que no están en su casa bajo su guía, desde las marcas de electrodomésticos que deberían adquirir hasta las mejores prácticas para hacerse con los productos de alimentación.
Las marcas se convierten además en una suerte de ritual y en una suerte de nexo con los padres, como quienes usan siempre la misma marca de productos de cosmética porque esa es la que usa su madre y la que ella dice que es la mejor (además de que posiblemente su fragancia recuerde directamente a la madre). Y, aunque los hijos son quienes mantienen a los padres al día de las nuevas marcas que aparecen, el ciclo de consumo se convierte en una especie de eco de los demás elementos de la vida: igual que se heredan hábitos o posesiones, se heredan pautas de consumo y emociones relacionadas con las marcas.
A todo esto se suma además el poder de la nostalgia. La nostalgia es un elemento con un elevado poder de influencia en la compra y sobre todo uno que hace que los consumidores gasten mucho más dinero. Nada genera más nostalgia que la marca que los seres queridos amaban.