Ya no cabe duda de que la ventaja competitiva y de sostenibilidad de muchas empresas está ligada a cómo se desarrolla la relación con sus clientes en el plano cualitativo. En este contexto de felicidad y fidelidad, de emociones y experiencias, una de las discusiones más habituales en salas de reuniones de los directivos versa sobre el equilibrio entre los costes operativos y la repercusión en la experiencia de los clientes.
Muy a pesar de estos nuevos paradigmas experienciales, las estructuras y las mecánicas de trabajo y mejora de procesos están tan enraizadas en algunas empresas, que avanzan sin parar como una pesada apisonadora del coste, convirtiéndose en un serio obstáculo para las estrategias CEM.
Y es que además de otras problemáticas típicas, aun cuesta aterrizar el ROI de las experiencias, para dar credibilidad a "las inversiones aquí, donde siempre recortábamos, para mejorar allí, donde nunca mirábamos", que suenan evidentes en el marco teórico del CEM, pero que aún tienen serias dificultades para ocupar un puesto de honor en la lista de prioridades a la hora de decidir estrategias. Aterrizar mejoras en fidelidad o en recomendación que pudieran significar transacciones más completas, y por tanto más costosas, por poner un ejemplo, no siempre es fácil de ver, sobre todo si la estrategia se centra en una rentabilidad cortoplacista y de economics simples para "resultados ya".
Mientras tienen lugar estos debates en los despachos, en la primera línea de batalla imperan las productividades exigentes, los TMO (Tiempos Medios Operativos) y los procesos encorsetados de toda la vida. Estos conceptos son diseñados en el sentido equivocado: se ajustan a las necesidades y problemáticas de las diferentes unidades de negocio y para sostener o mejorar los costes, en vez de integrarlos en una perspectiva que busque y garantice una gestión completa de la relación con los clientes como eje fundamental.
La premura del TMO por cerrar transacciones con los clientes obliga a los gestores a deshacerse de ellas o a generar relaciones veloces y sin valor. Burocratizar y segmentar las gestiones en fases y equipos de especialización para una solución, pasando la patata caliente de mano en mano, provoca que cada fase solo se preocupe por cerrar su parte (y cuanto antes mejor). Esto tal vez sea coherente con la forma en la que se estructuran los presupuestos de las áreas, pero es tremendamente perjudicial para el cliente, ya que se consigue crear un efecto "despachador" que se percibe a la legua.
Para más inri, esto deja un sedimento malicioso en quien gestiona, que se quema más fácilmente, al no tener más foco que el de actuar atendiendo a un protocolo vigilado y que hay que cumplir para ajustarse al coste, y tal vez poder llevarse unos céntimos adicionales al bolsillo (si logra llenar su corta transacción de estupideces, como llamar al cliente por su nombre 2 veces, o despedirse con el saludo robótico pero corporativo), intensificando así el efecto despachador.
De vuelta al debate de los despachos, ¿qué es mejor?: ¿Gestores empoderados con ancho de banda y sin límites para aportar soluciones integrales a los clientes, u operadores encorsetados en procesos estrictos con tiempos concretos y guías A,B,C que no consideran los componentes emocionales, pero que garantizan una ejecución afiliada a los planes maestros de costes?
¿Es mejor sacrificar los costes operativos, diseñando una estrategia con equipos más sólidos, con mejores herramientas, mejores perfiles y obviamente más caros, o penalizar la experiencia de los clientes y levantar muros de contención y colchones en otros frentes, pero viendo una rentabilidad que parece más palpable? Sobra decir que las decisiones estratégicas no están libres de otras variables que no se están planteando aquí, y que no todo es tan sencillo. Pero para muchos negocios sostenibles las estrategias CEM ya están probadas y huelga decir que con éxito. Entonces, ¿a qué esperan las organizaciones para dar el salto y librarse de las barreras?