Por Redacción - 23 Mayo 2018
Una de las grandes tendencias de los últimos años, que ha marcado las cosas en marketing y que se ha convertido en un elemento recurrente en todos los análisis de lo que hay que hacer y de lo que no, es la cuestión de los principios. Hace unas cuantas décadas, todos asumían sin problemas que las empresas estaban ahí para hacer dinero y que eso era lo importante para ellas.
Después, las compañías empezaron a intentar cumplir con la sociedad. Fue el momento del boom de la responsabilidad social corporativa, en el que las empresas lanzaban sus propias líneas de acción social y destinaban ciertos recursos a crear servicios y herramientas para actuar de forma positiva ante la sociedad. Puede que para algunos consumidores fuera, simplemente, una manera de lavar la cara, pero era un elemento más de la estrategia de marketing y de comunicación.
Pero ahora eso ya no sirve: se ha quedado escaso. Los consumidores han cambiado, los cambios en las expectativas que tienen también lo ha hecho y el papel de las marcas ha tenido que migrar. Los millennials han impulsado una nueva posición y unas nuevas necesidades en lo que a su relación con las marcas toca. Ellos han dejado la RSC un tanto obsoleta y han empezado a exigir que las marcas y que las empresas tengan una suerte de hoja de ruta. Necesitan tener principios, valores y además tienen que defenderlos y cumplir con ellos en todo momento.
Ha llegado la era del brand activism, marcas que defienden algo y que mantienen unos valores. Las compañías han dejado de ser elementos neutrales, a lo Suiza, para convertirse en participantes activos en las cosas. Las campañas que mejor funcionan son aquellas que tienen ideales y que defienden posiciones.
El hecho de que esto se haya convertido en una de las grandes tendencias del marketing y del trabajo de posicionamiento de las empresas no ha, sin embargo, simplificado las cosas o hecho que simplemente con hacer un par de proclamas se tengan los deberes hechos. En realidad, el universo en el que deben moverse las empresas es mucho más complejo y mucho más complicado y el modo en el que tienen que actuar está ligado a cuestiones mucho más difíciles que simplemente prometer algo.
De entrada, los consumidores no solo les piden que hagan promesas, sino más bien que sean activistas reales. Uno tiene que hacer lo que dice que hace. No vale con hacer acciones más bien cosméticas o sumarse a un día de algo, sino que hay que ser consecuente con lo que se dice y promete. No vale con apagar las luces en el momento acordado en el día de la Tierra, sino que hay que tener un compromiso y una actividad verde todo el año. Conseguir convertirse en una compañía con principios, una empresa con alma, es en realidad un proceso muy complicado.
Para continuar, hay que medir muy bien qué se dice y cómo se dice. Hay que tener ideales, pero no trivializar las cuestiones que preocupan a los consumidores. El mejor ejemplo es el caso de Pepsi y su fiasco con un anuncio buen rollista en el que una carga policial era evitada repartiendo el refresco. Pepsi posiblemente quería vender la idea de todos juntos y el activismo de la juventud. Los consumidores lo vieron como una manera de trivializar asuntos muy serios y usarlo para simplemente vender. El anuncio acabó siendo retirado.
Y, finalmente, el activismo puede convertirse en un terrible dolor de cabeza.
En esta oleada de activismo, el consejero delegado es el gran protagonista y es quien suele atraer todos los focos. Es quien con sus compromisos y sus declaraciones fija las líneas de actuación de la compañía, quien se convierte en el emblema de aquello en lo que creen. Desde su posición, la idea acaba llegando al resto de los jugadores del equipo directivo. A eso se suma que los consumidores tienen ciertas expectativas sobre lo que los CEOs deben hacer. Un 60% de los consumidores quiere que los CEOs se sumen de forma voluntaria al cambio social y un 80% que participen en la conversación.
Pero las expectativas y la realidad pueden chocar de forma brutal y pueden tener consecuencias desastrosas, no solo para el CEO en cuestión sino también para la empresa que dirige. Es lo que apuntan en un análisis en Quartz, que señala que a pesar de todo el activismo de marca y el CEO comprometido pueden ser una bomba de relojería en términos de imagen de marca y de posicionamiento de la misma.
De entrada, está la cuestión de que las empresas tienen un ámbito de movimiento reducido, aunque los consumidores les pidan que vayan mucho más allá de lo que podrían ir. Los consumidores quieren que las compañías y sus consejeros delegados lideren el cambio en cuestiones de la agenda que muchas veces se les escapan de las manos y en las que no pueden hacer mucho más de lo que hacen, porque son cuestiones que quedan en manos de los poderes públicos. Esto hace que las expectativas de lo que los consumidores quieran y la realidad de lo que pueden hacer, como señala el análisis, choquen.
Y esto lleva al siguiente punto: en todo esto, las compañías corren el riesgo de ser simplemente el chivo expiatorio. Pueden ser el elemento en el que los ciudadanos descargan su frustración ante cuestiones mucho más amplias con las que no están conformes.
No son los únicos puntos problemáticos que ve el análisis. La otra gran cuestión en términos de activismo está en lo que se dice y en la relación que tiene con lo que se hace. Los directivos pueden prometer mucho y pueden comprometerse a muchas cosas, pero ¿pueden hacer realmente todo lo que están jurando que van a hacer? La cuestión está en que hacer promesas y sumarse a ideas es mucho más fácil que realmente cumplir todo lo prometido.
Y, finalmente, (y desde un punto de vista brutalmente sincero) el análisis trae al debate un nuevo punto. El compromiso puede tener un impacto complicado en la imagen pública de la empresa porque puede hacer que sea más vulnerable en términos de imagen. Los consumidores serán mucho más duros a la hora de hacer un escrutinio de lo que hacen y mucho más críticos con sus puntos débiles cuando estos chocan con su activismo.