
Por Redacción - 8 Abril 2025
A mediados del siglo XX, mientras el mundo se reordenaba bajo la tensión ideológica de la Guerra Fría, una transformación silenciosa pero profunda estaba teniendo lugar en los vasos de millones de consumidores: el sabor de Coca-Cola, la bebida más emblemática de Estados Unidos, comenzaba a cambiar. Aunque el público no lo supiera en su momento, aquel viraje tuvo un origen político y comercial que poco tenía que ver con la innovación de producto o las tendencias de mercado. Su raíz se encontraba en el Caribe, en los campos de caña de azúcar de Cuba, y en las consecuencias del enfrentamiento económico y diplomático entre Washington y La Habana tras la Revolución Cubana de 1959.
Hasta entonces, Cuba había sido uno de los mayores exportadores de azúcar a Estados Unidos. La Compañía Coca-Cola, que para ese entonces ya era un gigante global con presencia en más de 100 países, dependía significativamente del azúcar de caña cubano para la elaboración de su fórmula secreta. El sabor, la textura y hasta la percepción psicológica del producto estaban íntimamente ligados a ese insumo. Pero tras el ascenso al poder de Fidel Castro y la nacionalización de propiedades estadounidenses, el gobierno de Eisenhower —y posteriormente el de Kennedy— respondió con sanciones económicas que culminaron en el embargo total de productos cubanos. Como resultado, la industria azucarera estadounidense perdió acceso a uno de sus proveedores más importantes y baratos.
Coca-Cola se vio obligada a buscar alternativas inmediatas. La respuesta vino de la mano de la agroindustria nacional, que para entonces ya promovía con fuerza el jarabe de maíz de alta fructosa como una solución rentable y abundante.
A nivel técnico, el cambio parecía adecuado: el jarabe ofrecía dulzor, bajo costo y una cadena de suministro estable dentro de EE.UU. Sin embargo, su impacto en el sabor era perceptible, especialmente para los consumidores más habituales. La "fórmula secreta" seguía siendo un mito intacto, pero la experiencia sensorial de la bebida ya no era la misma.
La empresa, consciente del cambio pero decidida a evitar cualquier efecto negativo en la percepción del producto, no hizo pública la modificación. En lugar de ello, intensificó su estrategia publicitaria emocional. Durante las décadas de 1970 y 1980, las campañas de Coca-Cola se alejaron del producto en sí y se centraron en las emociones que evocaba. Frases como “Have a Coke and a smile” y “Coke is it!” promovían un vínculo afectivo, casi identitario, con la bebida. El marketing se volvió más simbólico que sensorial. Mientras el sabor mutaba silenciosamente, la narrativa pública se enfocaba en la felicidad, la amistad, el compartir.
No obstante, esa distancia entre percepción y realidad alcanzó un punto de inflexión en 1985, cuando la empresa decidió reemplazar completamente la fórmula tradicional por una versión más dulce y ligera llamada “New Coke”. Lo que debía ser una respuesta a las crecientes amenazas competitivas de Pepsi se convirtió en un boomerang de relaciones públicas. El rechazo fue inmediato. Las protestas se multiplicaron, los teléfonos del servicio al cliente colapsaron y los medios se llenaron de titulares sobre la “traición” de Coca-Cola a su legado. Lo que parecía una estrategia racional de renovación terminó siendo interpretado como una ruptura cultural.
El regreso del sabor “auténtico” fue, en gran medida, un triunfo del relato sobre la realidad
Ante la presión, Coca-Cola se vio forzada a relanzar la fórmula anterior como “Coca-Cola Classic”. Lo que pocos sabían era que incluso esa fórmula ya no contenía el azúcar de caña original, sino la versión reformulada con jarabe de maíz. El regreso del sabor “auténtico” fue, en gran medida, un triunfo del relato sobre la realidad, un golpe maestro de storytelling empresarial. Lo que volvió no fue el sabor del pasado, sino el recuerdo que el consumidor tenía de él.
Una curiosidad poco conocida es que mientras en Estados Unidos el uso de jarabe de maíz se volvió la norma, en otros países —especialmente en América Latina— Coca-Cola siguió produciéndose con azúcar de caña.
Esto dio lugar a un fenómeno curioso: muchos estadounidenses comenzaron a buscar versiones mexicanas de la bebida, conocidas como “Mexican Coke”, en tiendas especializadas y supermercados latinos. Estas botellas de vidrio, con etiquetas en español y azúcar de caña en la lista de ingredientes, se convirtieron en un producto de culto entre quienes aseguraban que su sabor era más “auténtico” y más cercano al de la Coca-Cola de antaño.
La historia de Coca-Cola y el azúcar cubano ilustra cómo los aranceles, lejos de ser una cuestión técnica de comercio exterior, pueden modificar profundamente la cultura material de las sociedades. A través de una cadena de decisiones que iban desde la geopolítica hasta el etiquetado, pasando por la publicidad emocional, una de las marcas más poderosas del mundo redefinió su producto sin perder su hegemonía. El sabor cambió, pero el mito se mantuvo, gracias a una narrativa publicitaria que supo adaptarse mejor que la propia fórmula.

