Durante la década de los 10, las grandes compañías tecnológicas estaban en pleno proceso de reinado. Facebook, Uber y similares eran grandes historias de éxito, que acaparaban titulares y protagonizaban reportajes sobre la gran novedad del momento, y sus fundadores y consejeros delegados estrellas que protagonizaban entrevistas, perfiles y portadas. Casi se podría decir que el consenso era que eran la imagen que imitar, los perfiles aspiracionales que se debían tener. Si querías tener éxito tenías que ser como ellos. “Muévete rápido y rompe cosas”, se decía que había dicho Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, sobre cómo debía ser esa actividad. Apuéstalo todo y arrasa, era la idea de base.
Estos CEOs-estrella – y sus compañías – estaban en la cumbre de su estrellato en el momento del cambio de década, en los inicios de esa década de los 10 que en cierto modo sus empresas definirían. Sus compañías eran, además, el paradigma del “trabajo cool”, esos lugares “en los que todo el mundo quiere trabajar”. Los sueldos eran elevados y las oficinas eran grandes espacios llenos de beneficios añadidos y de curiosidades que quedaban muy bien en las fotos que se publicaban en prensa. Eran esos lugares con futbolín y sala de juegos, con servicio de cocina para que no tuvieses ni que salir de la oficina. La compañía tech cool te daba de comer.
Por supuesto, los trabajadores se pasaban allí horas y más horas, porque la filosofía que dominaba – y hasta un poco la experiencia de vida de los millennials, los jóvenes trabajadores que entonces entraban en el mercado de trabajo y que eran los fichajes de esas compañías – era la de que tu trabajo era tu vida. Si trabajas en lo que te gusta, no estarás trabajando, era la idea dominante en el zeitgeist.
En el punto más alto de la pirámide estaban los consejeros delegados de estas compañías, que la mayor parte de las veces eran también sus fundadores, que querían dedicación exclusiva y se comportaban como arrogantes estrellas. Pero, entonces, se asumía que era lo que ocurría porque eran genios. Todo se les perdonaba. Quizás, el hecho de que las economías occidentales estuviesen sumidas en los efectos de la Gran Recesión que siguió a la crisis de 2008 hacía que perdonarlos pareciese hasta más lógico. En medio de la debacle, triunfaban.
Las cosas empezaron a cambiar hacia finales de la década. Los millennials que eran esa carne de cañón de las oficinas de estas compañías maduraron y se volvieron más críticos. Sobre todo, aquellos millennials que no trabajaban en esas compañías de sueldos millonarios, pero sí en otras mucho más cutres, con salarios más bajos pero que esperaban la misma cultura de trabajo absorbente y obsesiva empezaron a cuestionarse si no sería simplemente una cultura de trabajo tóxica.
Si trabajas en lo que te gusta, no estarás trabajando, era la idea dominante en el zeitgeist de la década de los 10
Y, sobre todo, el encanto de estos CEOs estrella empezó a decaer. Las voces críticas, los escándalos (Facebook solo protagonizó unos cuantos) y las grandes exclusivas de las investigaciones de los medios evidenciaron mucho más la cara B, más oscura y mucho más gris, de estas figuras.
En 2017, los escándalos ya invitaban a cuestionar si el CEO-mesías no sería más bien un lastre que vampirizaba la compañía. Entonces, estaban en las noticias los casos de Thinx, una compañía de productos menstruales con conciencia con una dirección tóxica para sus trabajadoras, y, sobre todo, el de Uber. Travis Kalanik pasó de ser una estrella potente a un activo tóxico para Uber (su auge y caída es ahora material para una serie: Super Pumped).
Incluso un año después, el CEO estrella en tela de juicio era el propio Elon Musk, cuyos tuits sin filtro habían hecho desplomarse en bolsa a Tesla. En 2019, ya se hablaba del CEO-estrella no como un activo valioso sino como un jefe tóxico, cuyo liderazgo lastraba la compañía porque estaba basado en el narcisismo. Pagaban sus empleados, pero también lo hacía la reputación de sus empresas.
En el siguiente cambio de década – el que dio entrada a los años 20 – la conversación había mutado. Las críticas hacia esos modelos de trabajo y lo que suponían esas jornadas maratonianas y esa exigencia de dedicación absoluta a la empresa eran mucho más comunes. El estallido de la crisis del coronavirus hizo ver las cosas de un modo distinto, pero también lo hizo que la salud mental – posiblemente gracias a la influencia de la Generación Z en lo colectivo – se convirtiese en un tema dominante en la conversación.
Hacia 2017, las crisis de reputación protagonizadas por varios CEOs estrella empezaron a pinchar el convencimiento de que eran genios
Al mismo tiempo, no solo se empezó a poner en tela de juicio la cultura de trabajo que representaban, sino a ellos mismos. Como apunta en la última newsletter The Goods del medio estadounidense Vox Rebecca Jennings, al final lo que mueve a los milmillonarios es la codicia. El colapso del mercado cripto FTX, la debacle del metaverso y hasta el proceso de compra de Twitter han sido, teoriza, signos más de que deberíamos dejar de creernos todo lo que los millonarios promete y dicen.
Así, llegamos también al que, por ahora, es el último capítulo de la caída de los CEO-estrella. Aunque Elon Musk sigue teniendo una nutrida legión de fans que justifican cada uno de sus movimientos – y aseguran que la compra de Twitter y sus decisiones tendrán sentido al final – el proceso de compra ha sido, ya desde un primer momento, visto con ojos mucho más críticos y mucho menos positivos hacia Musk y su figura de lo que hubiese sido una década atrás.
El despido de la mitad de la plantilla se convirtió en una crisis reputacional importante, pero el ultimátum que dio a la mitad restante – a la que pidió esa entrega absoluta y masiva que no hubiese sorprendido tanto en 2011 – fue la puntilla final. No solo la mitad de esos trabajadores dejaron la compañía – lo que ha puesto a Twitter en una situación ultraprecraria – sino que además en redes sociales – y hasta en los análisis de los medios – el apoyo más general estaba con esos ex trabajadores que tiraban la toalla. Si se leen los análisis mediáticos, Musk es capturado más como un man-child o como un CEO tóxico que como una estrella que lo solucionará todo.
Por eso, cabe preguntarse si Musk estará – sin quererlo – dando el golpe final y definitivo a una figura que dominó el universo corporativo durante algo más de una década. ¿Es este el final del CEO-estrella o, como parecen haber concluido sus empleados, el CEO tóxico?