
Las redes sociales nacieron como un canal para facilitar el contacto entre sus miembros. Un espacio en torno al cual se fomentara el reencuentro con los propios, y el descubrimiento de los ajenos.
Un lugar donde generar conversación, compartir libremente contenido, opiniones y comentarios. Su revolución como fenómeno de masas fue tal que irremediablemente atrajo a las marcas, quienes comenzaron a abrirse hueco, aunque siempre sin atender al principio básico que las define: la interacción y la conversación frente al monólogo propio de la comunicación que hasta ahora habían practicado.
Con el tiempo, las marcas no solo no han aceptado las reglas del juego 2.0; sino que han impuesto su criterio, desoyendo incluso las peticiones de sus usuarios; quienes decidieron acercarse a las marcas en busca de ayuda, obteniendo, en la gran mayoría de los casos, la callada por respuesta.
Pero, si pensábamos que la situación no podría ir a peor, nos equivocábamos. Facebook, en su ansia por sacar partido económico a sus 1.200 millones de usuarios, pesara a quien le pesara, introdujo la publicidad en sus filas. No contento con ello, decidió modificar su algoritmo, de tal modo que se limitara drásticamente la visibilidad de las publicaciones corporativas; hasta hacerla prácticamente invisible. Ante este diestro movimiento, a las empresas, después de haber invertido tiempo y recursos en construir una comunidad en los dominios de Mark Zuckerberg, no les quedó otra alternativa que pasar por caja, y comprar el engagement de su público, a golpe de talonario.
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