Por Redacción - 28 Abril 2016
La felicidad se ha convertido en una de las grandes obsesiones de las empresas y en una de las grandes preocupaciones de los consumidores. Todo el mundo quiere ser feliz y todas las marcas quieren ser la llave para que lo consigan. Las emociones se han erigido además en la clave que explica muchas otras cosas, como por ejemplo por qué triunfan unos contenidos o por qué preferimos unas marcas sobre otras, lo que ha empujado a las firmas a obsesionarse con la idea de encontrar métodos para medir de forma efectiva la felicidad y sus ramificaciones.
Uno de los últimos estudios lo han realizado investigadores de la Universidad de Iowa, que han empleado la información de las redes sociales para medir la felicidad. Sus intenciones no eran tanto las de establecer cuán felices eran los consumidores sino más bien el encontrar una especie de método científico para medir la felicidad, uno que responda a todas las dudas y cuestiones que parecen repetirse una y otra vez en un mercado cada vez más obsesionado con el tema. Es decir, si todo el mundo está obsesionado con la felicidad y si todo el mundo quiere ser capaz de saber si somos realmente felices (o no), ¿por qué no crear un algoritmo que haga el trabajo de medición y además le de esa garantía científica de lo hecho de forma tecnológica?
El algoritmo en cuestión partía de una gran avalancha de información. En lugar de quedarse con una muestra de datos limitada o concreta (experimentos anteriores se solían centrar en los sentimientos generados durante momentos concretos, como por ejemplo una emisión televisiva o un evento), en esta ocasión optaron por partir de una gran cantidad de datos. Los expertos recopilaron tuits de dos años (octubre 2012 a octubre 2014), lo que les dio una muestra base de 3.000 millones de tuits. La infromación fue sometida primero a una purga que hizo que solo quedasen aquellos tuits con información en primera persona (por ejemplo, los que incluyen yo, mí o mío) con el objetivo de ser mucho más próximos a los intereses reales y propios de los consumidores. Además, crearon una plantilla en colaboración con el departamento de lingüística para establecer cómo la gente habla de sus sentimientos y los diferentes grados en los que lo hace.
¿Qué lograron con todo eso? Básicamente consiguieron establecer unas pautas de comprensión de las emociones de los consumidores y establecer conclusiones sobre la felicidad de los mismos. Lo primero que pudieron concluir es que la felicidad es algo a largo plazo y algo estable. Es decir, los sentimientos de los consumidores se mantienen de forma estable y sostenible. Lo habitual no es pasar por grandes picos de tristeza/felicidad sino más bien mantenerse de forma recurrente en un extremo. Esta felicidad a largo plazo no está, además, realmente afectada por los hechos noticiosos que los rodean. Los sentimientos personales de los consumidores no cambian porque se produzcan elecciones o porque haya un partido del equipo de fútbol favorito y tampoco lo hacen, por otra parte, si se produce una desgracia en otro país.
Este último dato es mucho más importante de lo que puede parecer ya que hasta ahora los análisis de las emociones en redes sociales estaban llegando a las conclusiones opuestas y estaban dando una visión, a tenor de estos resultados, no realista sobre cómo se sienten los consumidores y lo que dicen en las redes sociales. Dado que los estudios anteriores se centraban en franjas de tiempo limitadas, los resultados acababan siendo desvirtuados. Habitualmente, se creía que los eventos externos tenían un impacto en los niveles de felicidad general, pero ver las emociones a largo plazo demuestra lo contrario.
Y este punto sirve también para introducir un elemento más en el debate. Medir las emociones es un terreno complejo, complicado y, por así decirlo, escurridizo. Como han demostrado los analistas en los últimos tiempos, a pesar de lo obsesionados que estamos con la felicidad y la alegría y con ser capaces de comprender cómo operan y cómo se sienten, lo cierto es que es muy difícil establecer relaciones solventes entre lo que se dice en la avalancha de información que se maneja en redes sociales y lo que se siente.
Muchas son las empresas que están intentando medir las emociones y muchos son los estudios que intentan partir de ello para lograr crear relaciones de peso entre lo que se dice y lo que siente. Pocos son los que están consiguiendo resultados realmente valiosos o realmente concluyentes. Como apuntaban no hace mucho los analistas, convertir las emociones en datos numéricos es muy difícil y muy poco fiable. Prácticamente se podría decir que es una tarea imposible. La cuestión que hace que esto sea así está en los matices. Las emociones no llegan de forma clara, directa y cuantificable. No son números. Son elementos con dobles sentidos, con cuestiones que hacen que las cosas que se dicen sean distintas a lo que se espera y con matices, muchos matices.
A esto hay que sumar lo que los sociólogos llaman estructuras sociales: no todos los usuarios de redes sociales son, en realidad, iguales, al menos no lo son a la hora de convertirlos a todos por igual en fuentes de datos estadísticos.
A pesar de ello, las marcas quieren tener pistas, datos, que les ayuden a comprender qué sienten sus consumidores. Las emociones son claves para presentar productos pero lo son también para muchas otras cosas. Ayudan a comprender por dónde irá el mercado y permiten establecer elementos como, por ejemplo, los contenidos que triunfarán en la red. Las emociones son claves para comprender qué se convierte en viral y, sobre todo, cómo funcionan las redes sociales. Así, estudios han demostrado que los consumidores quieren a Facebook y a Twitter sobre todo para la diversión y para ser felices y que los contenidos negativos no generan comentarios y engagement al mismo nivel.
¿Hay alguna manera de ver síntomas de felicidad o tristeza en lo que se publica en redes sociales? Los investigadores de la universidad de Iowa han apuntado una primera regla que puede ser un punto básico para tener un primer contacto con la felicidad.
Los consumidores insatisfechos suelen ser más proclives a proclamar sus sentimientos (al menos un 10% más a la hora de proclamar emociones negativas, enfado y tristeza) y suelen ser también más proclives a usar un cierto lenguaje. Usan más pronombres personales, más conjunciones y más insultos y palabras malsonantes. A esto hay que sumar que suelen ser quienes más usan términos como espero, debería o necesito. Los consumidores felices tienen a ser más abiertos a la hora de expresar emociones positivas, especialmente ligadas a la salud y al sexo, y usan un 10% más de palabras asociadas al dinero y a la religión. Y si alguien usa de forma recurrente términos asociados a la muerte, depresión y la ansiedad es que será, lo más probable, un usuario infeliz.