Por Redacción - 7 Enero 2019
Hace ya bastantes años como para que se haya diluido la memoria del problema, pero no tanto como que para que los periodistas que cubríamos aquellos temas lo hayamos borrado de nuestros temas presentas, Mark Zuckerberg se enfrentó a uno de esos problemas de imagen que pueden hundir carreras o asegurarlas firmemente si todo se lleva bien. Fue sobre 2010, cuando Zuckerberg era el protagonista de noticias escandalosas pero, sobre todo, cuando parecía estar siendo sobrepasado por la realidad que le rodeaba.
Los cines acogían el estreno de La red social, la película dirigida por David Fincher y con guión de Aaron Sorkin que era la historia de Facebook y del papel de Zuckerberg en todo aquello. En la cinta, Zuckerberg era presentado como una especie de villano, al que poco le importaban los demás para salirse con la suya, dejando atrás amigos y enemigos por igual. La cinta recibió ocho nominaciones a los Oscar y dejó en la memoria colectiva (al menos inmediata) cierta percepción sobre la clase de persona que Zuckerberg era. Poco importaba que fuese una película (basada en el libro Multimillonarios por accidente, de Ben Mezrich, publicado también de forma bastante global), la imagen pública del directivo estaba dañada.
La película era una especie de gota que colmaba el vaso en la percepción que tenían de Zuckerberg accionistas, inversores y analistas de negocios. El CEO de Facebook era un niñato, o esa era la imagen que se estaba construyendo.
Era el protagonista de un culebrón mediático y moderno. Y daba la imagen de ser joven y escasamente preparado. En el momento cumbre de su crisis de reputación, había subido al escenario en las conferencias de All Things Digital, entonces un reputado e influyente blog de tecnología. Zuckerberg se había desmoronado frente a las preguntas de los moderadores (que parecían estar directamente riéndose de él). No conseguía hilar sus respuestas, sudaba, parecía angustiado y su look (una sudadera) no hacía mucho para aumentar la seriedad de su imagen.
Entonces parecía que hubiese tocado fondo, que hubiese llegado al límite de lo que podía conseguir en lo que a impacto negativo tocaba. Las voces en contra eran muchas y los accionistas clamaban su cabeza. Los rumores de los medios estadounidenses apuntaban que era más que esperable que Facebook siguiese los pasos de Google. Google había, en sus primeros años, apartado a los fundadores del papel de CEOs, dejando la compañía en manos de un tercero externo, Eric Schmidt, mucho más preparado para el papel gestor y con una imagen mucho más sólida. Todo el mundo daba por hecho que Facebook iba a hacer lo mismo.
No lo hizo. Cierto que Sheryl Sandberg, que ya era directora de operaciones desde 2008, fue adquiriendo más y más protagonismo público, pero Zuckerberg no se apeó, no cedió el poder y no se hundió ante la debacle que había protagonizado su marca personal. Progresivamente se fue reinventando. Fue bastante progresivo y lleno de pequeños toques, que hacían que su imagen se fuera regenerando.
Por ejemplo, le abrió un perfil a su perro, Beast, que empezó a tener su página para fans en Facebook. El perro, adorable, protagonizaba fotos y más fotos y contenidos amables que hacían que fuesen un impacto decididamente positivo. Como me decía una periodista de tecnología en aquellas fechas, ella seguidora de Beast, era un golpe maestro, que hacía que olvidases todo lo que sabías y te quedases con ello. Frente a los escándalos de los años anteriores y la debacle de culebrón, habría que añadir, Beast era un toque familiar y entrañable.
Como apuntaban en un análisis en 2015, el punto final de aquella transformación gloriosa había sido la donación de su fortuna a una fundación para celebrar el nacimiento de su primera hija, Max. De ser el malo malísimo de la película, había pasado a tener una imagen muy positiva, de ser alguien implicado con muchas cosas y que usaban su poder y su fortuna para más cosas que simplemente acumular dinero. Sus retos anuales lo habían puesto en contacto con más cosas y más personas y hasta las cosas que había ido compartiendo sobre su vida privada no solo lo habían hecho más humano sino que también le ayudaban a conectar mucho más con los millennials y los Z.
En el verano de 2017, Zuckerberg ya no era una desgracia en términos de imagen y ni siquiera era ya un prometedor genio tech. También había pasado esa fase. Era un hombre influyente, tanto que se rumoreaba - con datos en la mano que hacían que fuese un rumor muy sólido - que se estaba preparando para la carrera presidencial estadounidense.
El objetivo estaba, de hecho, en la campaña de 2020. Su reto de ese año, un viaje (ultramediático) por los diferentes estados del país, casaba muy bien con la idea, pero también lo hacían cosas que estaban pasando entre bambalinas, como los fichajes de expertos políticos de primer nivel en las carreras presidenciales estadounidenses.
La reinvención de su marca personal había sido completa y absoluta. El joven empresario que había sido la rechifla de los moderadores de una ponencia conocida en el mundo de la tecnología era ahora el que estaba a punto de empezar la carrera hacia la presidencia.
Pero cuando ya todo eso estaba en marcha, ocurrió la última gran debacle, que ha puesto a Zuckerberg en la casilla de salida nuevamente en la construcción de marca personal. Cuando estalló el escándalo de Cambridge Analytica, no pocos análisis comenzaban ya diciendo que había perdido ya todas sus posibilidades para acceder a la carrera electoral estadounidense (al menos para 2020). Pero la sucesión de más y más escándalos a lo largo de 2018 (que ha sido un año de debacle para Facebook) no solo han acabado con sus sueños políticos, sino que lo han empujado a un abismo mayor en términos de reputación.
Zuckerberg está donde estaba en 2010, rodeado de voces críticas que creen que debería dimitir y dejar su papel como máximo responsable de Facebook.
La conclusión que The Guardian obtuvo tras hablar con varios expertos sobre hacia dónde debería ir el 2019 de Zuckerberg ha sido directamente la de que dimita. Paradójicamente, 2018 había sido el año en el que el reto personal de Zuckerberg era el de arreglar los problemas de Facebook. En su balance de lo logrado a cierre de año deja claro que no se puede hacer en un año, aunque defiende que han hecho cosas (y no dice nada sobre sus nuevos propósitos de año nuevo).
¿Dimitirá Zuckerberg? Parece poco probable viendo la historia de la empresa y lo que ha ido haciendo en el pasado. El directivo tendrá que lanzarse nuevamente a reinventar su imagen personal y volver a crear una marca personal sólida y positiva. La gran pregunta está en si lo conseguirá o si ya todos los esfuerzos de comunicación y marketing no pueden solucionar el gran daño que le ha hecho en los últimos meses.