Desde hace años, se plantea la necesidad de cambiar la cultura de las compañías que dan más importancia a sus productos que a sus marcas. Es cierto que anteriormente lo habitual era pensar en el producto, desarrollarlo y luego pensar en una marca que lo respaldara. Pero hoy en día las cosas funcionan a la inversa: se piensa primero en marca y luego en el producto.
Así, se concibe la producción sobre la base de un propósito de marca compartido por las personas que consumirán el producto. Tomando en cuenta aquellos aspectos que aportan significados y que ayudan a conectar de forma relevante con los grupos de interés.
Esto puede sonar descabellado para más de uno, pero la realidad es que quienes piensan primero en el valor esencial que mueve a sus marcas, nacen con las aptitudes necesarias para desarrollarse y crecer en este entorno tan cambiante.
Internalizar esto, hará que quienes tienen la labor de gestionar la marca se enfoquen en generar valor desde la perspectiva de sus audiencias.
En otras palabras: se trata de construir significados de marca relevantes, que derritan el corazón de las personas y hacer de esto el eje de la estrategia.
Para construir una estrategia de marca que sitúe a las personas en el centro y que persiga conseguir diferenciación, se debe conocer de forma precisa cuál es la visión distintiva del producto, del mercado y su contexto.
De igual manera, se vuelve imprescindible determinar cuáles son las competencias, las habilidades y los valores que forman parte del ADN de la organización. Además, se deben definir aquellos atributos funcionales y emocionales que la marca puede reclamar legítimamente como propios.
Solo tras definir esta serie de aspectos, se podrá construir una propuesta de valor distintiva en el mercado, relevante para las personas y sostenible en el tiempo.
Al final, si la marca se ha construido sobre pilares sólidos, será capaz de conectar naturalmente con las necesidades y aspiraciones más profundas de su audiencia. Es ahí, cuando la marca se convierte en un instrumento útil, que alivia "puntos de dolor" y mejora la vida de las personas desde un plano mucho más emocional.
Lo anterior trae una serie de consecuencias positivas para la marca, porque en la mente del consumidor empiezan a aparecer asociaciones que construyen significados positivos y posicionamiento, generando fidelidad e impactando positivamente al negocio.
Aunque en la construcción y gestión de marcas no hay fórmula secreta de éxito, se puede asegurar que cuando una marca es capaz de generar experiencias que sorprenden constantemente, cuando asume y defiende un propósito claro, cuando expresa todo lo que es a través de una identidad consistente, reconocible y original, el nivel de relevancia que despertará en las personas será imparable.
Una marca que se construye pensando en estas cuestiones logrará significar tanto para su audiencia, que dejará un gran vacío si desaparece.
Por eso es tan importante entender que no se trata de tu producto y lo genial que este es; sino más bien del valor más allá de su función básica, de la experiencia que el cliente tiene cuando lo usa, de cómo lo ayuda a tener un mejor día y una mejor vida.
Es necesario ir más allá de una declaración de intenciones, mucho más allá de una promesa, más allá de un conjunto de elementos gráficos o verbales y por supuesto; mucho más allá de un buen producto.
En definitiva, una marca es la suma de muchos elementos articulados entre sí, estratégicamente concebidos para generar experiencias relevantes para sus audiencias. Pero por sobre todas las cosas, está hecha para mejorar la vida de las personas y aportar a la sociedad.
Si no tienes esto, tu audiencia se alejará de ti diciendo: no eres tú, soy yo.