Por Redacción - 29 Marzo 2019
Los influencers virtuales aparecieron primero como una especie de curiosidad dentro de la industria. Había sido creados con inteligencia artificial, eran tan realistas que los primeros pasaron antes de confesar que eran robots por seres humanos y funcionaban lo suficientemente bien no solo como para tener ya muchos seguidores sino también acuerdos con marcas, que les pagaban ya para posicionarse en sus mensajes.
El influencer era creado a medida del perfil que sus propietarios querían que fuese y cumplía con las normas exactas de lo que ellos consideraban lo más acertado y adecuado. Para las marcas y las empresas, era también una manera de tener una suerte de "muñeco" que hacía lo que ellas quisieran.
La curiosidad se convirtió rápidamente en una tendencia al alza, especialmente a medida no solo que los medios empezaban a darle cobertura sino también a medida que las grandes marcas les prestaban más atención. Lil Miquela, la muestra más visible de esta oleada de influencers y su mejor caso de éxito, no solo ha llegado a tener una cuenta verificada en Instagram, sino que incluso ha protagonizado campañas de marcas de primer nivel ya como claro robot, como ocurrió con Proenza Schouler o Balenciaga.
Y, como elemento crucial que asentaba el mercado, las empresas empezaron a invertir ya cantidades millonarias en estas cosas: las startups que hacían influencers usando inteligencia artificial empezaron a convertirse en estrellas emergentes del panorama de negocios. Los dueños de Lil Miquela, Brud, había protagonizado una ronda de inversión y levantado una valoración de 125 millones de dólares.
El influencer virtual estrenaba su etapa de hype y se asentaba como el gran boom en el que todos querían tener algo que decir o como lo que se veía como la gran cosa del mañana. Un experto apuntaba, de hecho, que en el futuro más próximo serían simplemente como una más de las ofertas de creación de contenidos.
Además, los beneficios del influencer virtual se veían bastante claros frente al influencer real. No solo "no gastaba" (no necesita un salario y no tiene los gastos de vida de una persona "real") sino que además no tiene riesgos. Al menos eso era lo que se vendía: un influencer virtual es crontolable y eso permite reducir a cero los potenciales problemas de imagen. Nunca va a meter la pata, nunca va a salir por tangentes y nunca va a posicionarse de una forma que resulte cuestionable.
Pero ¿es realmente el influencer virtual tan limpio como se nos está haciendo creer o en realidad está también abierto a potenciales problemas y a situaciones complicadas como podría estarlo cualquier otro influencer? ¿Está el hype de los influencers de inteligencia artificial haciendo que perdamos de vista sus potenciales problemas?
De entrada, y como recuerdan en una columna en MarketingWeek, la propia idea de que un influencer virtual va a ser más seguro que un influencer humano es en cierto grado cuestionable. Como recuerdan en el análisis, por muy virtual que sea el influencer detrás del mismo hay siempre humanos y ellos pueden cometer errores o tomar decisiones no muy adecuadas en términos de contenido. Y, si eso ocurre, el daño puede ser mucho mayor. Al fin y al cabo, el humano detrás de todo esto saldrá indemne de una crisis de identidad de su influencer virtual, lo que hace que no se sienta tanta presión ante las posibles consecuencias de una metedura de pata.
Pero al mismo tiempo la esencia propia de los influencers virtuales abre la puerta a nuevos problemas, propios de su propia naturaleza. Por un lado, el hecho de que cada vez aumente el escepticismo ante los contenidos de los influencers y se denuncie más que venden un mundo de cartón-piedra hace que los influencers virtuales sean menos sólidos. Al fin y al cabo, todo lo que venden y todo lo que dicen son mentiras.
Por otro, lo que los consumidores valoran en los influencers es que son, en cierto modo, auténticos. Lo que asentó su éxito primero fue que eran personas de verdad, que estaban ofreciendo un contenido real. Un estudio de Influencer Intelligence apuntaba que para el 61% de los consumidores lo que hacía que se sintiesen atraídos por los influencers era el que podían empatizar y conectar con lo que publicaban.
Pero ¿cómo puede lograr esto un influencer que no es una persona real? Además, teniendo en cuenta que cada vez se pone mucho más en cuarentena lo que se ve en la red, las cosas se vuelven mucho más complicadas. Que un influencer virtual apoye una causa o se implique con algo puede acabar siendo visto como cuestionable y convirtiéndose en un activo tóxico que lastrará a las marcas.