Lo importante no es lo que vendes, sino cómo lo vendes. En los mercados no siempre ganan los mejores productos, sino que triunfan los que mejores percepciones generan en las mentes de los consumidores actuales y potenciales. El producto es sólo un medio para alcanzar un fin, que es satisfacer una necesidad.
Muchos suponen que el mejor producto siempre vencerá. Esto es un error, ya que no hay una realidad objetiva. Cada persona es un mundo. Lo que es bueno para ti puede que no lo sea tanto para mí o sea innecesario y viceversa. Todo depende del valor que se aporta, la visibilidad que se le da (si no comunicas bien, no existes), la historia que lo envuelve, etc.
Tenemos que pensar más en por qué alguien compra algo y no tanto en el qué se vende. Por ejemplo, una camiseta firmada por un ídolo de masas puede adquirir un valor superior para los fans y a la vez ser indiferente para otros. Los consumidores no nos quieren por lo que hacemos, sino por lo que ellos obtienen. No les interesan los productos, sino los beneficios o experiencias que obtienen tras ellos.
En otros muchos casos se trata de una desajuste entre lo que se ofrece y el valor percibido por los demás sobre la oferta. Si no eres capaz de transmitir con credibilidad tu valor a tus clientes potenciales, de nada sirve que seas el mejor del mundo en tu sector y te conviertes en uno más del montón. Aquí juegan un papel importante la generación de experiencias positivas, la comunicación y control de la reputación online.
También puede influir que estés vendiendo un producto en el lugar y momento equivocados. Por ejemplo, Vincent Van Gogh vendió un único cuadro en su vida y ahora todos sus cuadros cotizan por millones de euros. Otro ejemplo podrían ser los productos de emprendedores que, al principio, nadie creía y luego fueron un éxito (como los ordenadores Macintosh en los inicios de Apple).