Por Redacción - 20 Septiembre 2018
Posicionarse en el mercado es complicado. Cada vez hay más marcas, más mensajes, más ruido. Todos ellos están intentando captar la atención del consumidor y todos ellos quieren convertirse en aquel elemento al que se presta atención, que se recuerda y que, finalmente, se consume. Conectar con esas audiencias es por tanto crucial, como también lo es que esa conexión tenga valor y resulte memorable.
Para conseguir este último punto, las marcas y las empresas utilizan diferentes estrategias y diversas herramientas con las que intentan posicionarse de un modo destacado frente a los consumidores. La manera en la que presentan el contenido, como han demostrado el marketing de contenidos y el storytelling; en la que construyen la historia o hasta el modo en el que usan ciertos elementos como pueden ser los olores o los sonidos pueden ayudar a posicionarse de un modo mucho más destacado frente al consumidor y también colarse de una manera más sólida en su memoria.
Pero además se pueden emplear otras armas para hacer que los productos, las marcas y las empresas destaquen. Una de ellas es la de cruzar ciertos umbrales en la relación que se establece con el consumidor, posicionándose de un modo diferente en ciertas áreas. Es lo que se hace cuando se intenta establecer un vínculo emocional entre el consumidor y el producto, la marca o el servicio. Es lo que se busca cuando se intenta que el consumidor ame a la marca (lo que ocurre con las lovemarks) o cuando se busca que sienta al producto o a la marca como propios.
Este último efecto es la conocida como propiedad psicológica. La marca no es una posesión del consumidor, ciertamente, pero a un nivel mental el consumidor siente que lo es. La clave está en que el consumidor se siente tan conectado con el producto, siente que ha invertido emocionalmente tanto en él, que el propio producto se convierte en una parte de ellos mismos, en una extensión de su propia persona. El producto y la marca dejan de ser un elemento de consumo y se convierten en más que eso.
Para las empresas esto es además una suerte de apuesta segura, ya que los consumidores que sienten a la marca y a sus productos como propios no solo son más fieles y más entusiastas, sino que además consumen más e incluso están dispuestos a pagar más por las cosas o a hablar de ellas (y promocionarlas) entre sus amigos. La cara B de esto está en que si sienten que la marca o el producto les fallan la reacción será mucho más seria. Si la marca rompe esa relación, lo notará en las ventas.
Pero ¿cómo se puede incentivar esta propiedad psicológica y lograr que los consumidores interioricen ese tipo de relaciones con los productos? La clave está, como explican en Harvard Business Review, en tener en cuenta tres factores y en combinar su poder.
El primer punto está en el control: el consumidor no va a ser un simple sujeto paciente, sino que tiene que tener su parte en el control de la marca y de los productos. Tiene que sentir que es parte de ella y parte de lo que ocurre con ella. Por ejemplo, es lo que se produce cuando las marcas invitan a sus consumidores a partir en el diseño de productos o cuando los invitan a dar ideas y sugerencias (y se hace algo con ellas).
La palabra clave aquí es una de las que está de moda en los últimos tiempos en marketing, la de personalización. Se trata de permitir a los consumidores que personalicen y hagan propios los productos y a la marca, para así sentir que son una parte más de ellos. Es lo que ocurría con la viral campaña de Coca-Cola en la que aparecían nombres de personas en las latas.
¿Qué es lo que marca las relaciones con los amigos y qué no aparece en nuestras relaciones con nuestros conocidos? Nuestros amigos saben muchas cosas de nosotros y están presentes en muchos momentos de nuestro día a día en el que nuestros conocidos nunca estarán presentes.
Lo mismo ocurre con las marcas. Si se quiere que el consumidor la sienta como más propia y más cercana, tendrá que tener un acceso más directo a ella. No solo tendrá que conocerla mejor, sino también tendrá que ser especial. Lo consiguen, por ejemplo, las cadenas de tiendas que hacen ventas solo para miembros. Con ello hacen que el consumidor sienta que su relación con la compañía es única.