Como niños con zapatos nuevos... y alguna ampolla.
Para empezar, creo que seguimos en el intento de descubrir y diseñar la mejor forma de asimilar los cambios que la tecnología digital está introduciendo en nuestras vidas. Nos ha venido así, de sopetón, se ha colado en los recovecos más íntimos de cada uno, ha parido una generación "pixelada" y nos atrapa de tal forma que hace casi imposible emitir sobre ella un juicio medianamente imparcial y objetivo. Lo digital ya no provoca el recelo de la novedad, sino la ansiedad de lo imprescindible? sin importar el precio.
Estamos embobados con el juguete nuevo que condiciona nuestro "bienestar" y hasta nuestra creatividad. Podríamos pintar la Gioconda, que hoy no sería casi nada sin pasar antes por Instagram. Ya no hay avance científico que no se apoye en un software. Y nos queda poco margen para conocer a nuestros semejantes sintiendo su aliento y el roce de su piel como no sea de forma virtual.
Por suerte aún hay reductos en los que la euforia digital deja un hueco al análisis crítico para tomar el fenómeno en su justa medida. Y es que los cambios de este calibre siempre han sido de digestión lenta. La historia de la humanidad está llena de "atracones" que luego han necesitado reposo para exprimir sus ventajas y cribar sus errores. Comencemos a escuchar, pues, a quienes diseccionan la tecnología digital para descubrirnos su realidad, en lo bueno y en lo malo, porque -eso me temo?este matrimonio sí va a durar "hasta que la muerte nos separe".
Hechos como lo acontecido con Cambridge Analityca, las sanciones de la UE a Google por violar las reglas antimonopolio, el uso de la Inteligencia Artificial para el seguimiento e identificación de los ciudadanos, la violación de la intimidad como exigencia de ciertas apps para su funcionamiento y tantos otros, nos dan la dimensión del trasvase de poder que estamos permitiendo en favor de las máquinas. Confiamos en ellas cada vez para más decisiones, sin que sepamos aún cómo sustituir y justificar en nuestra conciencia esta dejación de responsabilidades. Hemos decidido que Facebook, Amazon, Google? decidan. No tener que preocuparnos por los automatismos de nuestro día a día, ya programado, no ha supuesto, sin embargo, aprovechar para cultivar nuestro espíritu sin más límite que nuestra libertad y responsabilidad.
Están condenadas a convivir pero seguimos acarreando con la fragilidad de la primera y la inoperancia de la segunda. En realidad, la Economía y la Política apenas son entelequias hasta que alguien las esgrime al socaire de una ideología, un Partido o una cuenta de resultados. El ejercicio del voto, como el del consumo, son siempre una apuesta, pero mientras la decepción de una compra tiene la posibilidad de la devolución, los políticos electos no son "retornables en su envase original" ni su obsolescencia está programada dada su tendencia natural a agarrarse al puesto.
Hoy el marketing se teje -a veces se deshilacha?a partir de previsiones que anulan la intuición para dar protagonismo al dato. Los insights son puro cálculo y el "salto creativo" es siempre con red. Quizá antes pecábamos de exceso de pirotecnia y ahora no sabemos hacer nada sin un extintor a mano.
Creo que el marketing se acerca a fronteras que aún no imaginamos y que las neurociencias le marcan el camino. No ha cambiado nuestra masa cerebral sino nuestras circunstancias. Estamos más distraídos y por eso el campo de batalla en el que las estrategias de marketing deben ahora moverse es infinitamente más complejo.
El hecho es que, salvo excepciones, a la creatividad parece costarle mucho más sorprender, y a los gurús de la estrategia les da miedo salirse del carril de la analítica. El motivo es obvio: perder ahora tu nicho suele suponer no recuperarlo y conviene mantenerse en lo "políticamente correcto". Además, ahora el consumidor tiene línea directa con la marca y ostenta el poder de difundir su opinión sin cortapisas. Las reglas del juego marketiniano están cambiando y nos hallamos en pleno proceso de adaptación.
Ignoro qué nos deparará el 2020, pero algo me dice que más de lo mismo. Puestos a desear, me conformaría con que los Reyes Magos (sí, esos tres que llegan en camello y de los que me fio más que del barbudo al que la Coca-Cola disfrazó de tal guisa) nos trajeran bien repartida algo de coherencia y de sentido común. Estamos ensimismados, mirándonos al ombligo de nuestra omnipotencia tecnológica y nos falta mirar también al futuro cuyo control se nos va de las manos. Intuimos lo que vamos a tener, pero no cómo vamos a ser. En poco tiempo, el Internet de las cosas, el blockchain y la inserción de procesadores en nuestro cuerpo van a dar una nueva identidad a nuestra civilización y al mismo ser humano.
El año que empieza quizá convendría que empezáramos a entender que la relación entre nosotros mismos y las novedades que nos rodean conviene construirla desde una mirada humana y natural (ni virtual, ni artificial). Solo así, creo desde mi ignorancia y mi inquietud, seguiremos teniendo el control de lo digital y la posibilidad de hacer con ello algo bueno.