Cualquiera que haya salivado con la simple mención del plato favorito que le preparaba su abuela, sabrá el elevado poder que tiene el sentido del gusto. Los sabores son potentes activadores de la memoria, pero también igualmente poderosos transmisores de información. Ahí está la magdalena de Proust —quizás uno de los platos más célebres de la literatura— que logra desencadenar una avalancha de la memoria del narrador de la novela más popular de Marcel Proust (no importa si no se ha leído: todo el mundo conoce la historia de la magdalena) cuando se inicia el ritual del desayuno.
Si bien el marketing ha apostado tradicionalmente de forma mayoritaria a lo auditivo y a lo audiovisual, ahora los marketeros son cada vez más conscientes del potencial de los demás sentidos. El olfativo es uno de ellos, con el marketing aromático asentado como un elemento de base. Funciona especialmente bien porque los consumidores procesan los olores sin darse cuenta, pero a pesar de ello consiguen que se asienten como un potente recuerdo. Los olores transmiten valores —solo hay que pensar en como los olores cítricos, por poner un ejemplo, se vinculan rápidamente a lo limpio— con lo que son una rápida vía de transmisión de la información.
Pero —y a medida que el marketing de las experiencias ha ido cogiendo peso y fuerza— el gusto ha ido subiendo enteros en la escala de valores. El marketing que se come se ha asentado como una nueva vía para asentar imagen de marca y para lograr convertir en único y vivible algo que no tendría necesariamente que serlo.
Uno de los últimos ejemplos en España es una acción de colaboración entre dos marcas: Viena Capellanes y Canal Cocina acaban de lanzar un "sándwich edición especial Canal Cocina". El sándwich acaba de salir a la venta y es una acción de cobranding. Según explican en una nota de prensa, las dos compañías han diseñado el producto.
Lo interesante - en términos de marketing multisensorial - no es tanto que ambas compañías hayan hecho un acuerdo para lanzar un producto, sino más bien cómo se define este producto en concreto. Según explican en su propia descripción, el sándwich "busca transmitir el “sabor” de Canal Cocina en un solo bocado". Es decir, se podría decir que sabe a sus valores de marca y a su imagen. Si alguien tiene curiosidad por saber a qué sabe el Canal Cocina, es a la mezcla de pechuga de pavo asado, huevo cocido hojas de espinaca fresca y crema de brie trufada, servido en pan de molde "al tomate".
La idea de convertir a la marca en algo comible no es nueva. Ya existen otros ejemplos de marcas —y marketing— que se come. El abanico es amplio, demostrando que con creatividad y un buen conocimiento de la propia marca se puede experimentar a jugar con el gusto como palanca marketera. Así, por ejemplo, Mastercard incluyó una colección de macarons, los dulces franceses, en su proceso de rebranding. Los dos sabores propios estaban conectados con los colores corporativos y también con sus valores. Sabían a —o eso prometían— "pasión y optimismo".
También Citroën jugó con los sabores para hacer marketing en una edición especial de mochis, elaborada por un obrador (Niji) para el lanzamiento de varios de sus modelos de coches. Cada mochi sabía a los valores de cada uno de sus nuevos automóviles. No fue la única marca de coches que lanzó su propia apuesta gastronómica: Kia había presentado poco antes una serie de recetas que exploraban la cocina coreana y conectaban a su marca con sus orígenes.
Todas estas propuestas tenían algo en común: los sabores - o los platos escogidos - ayudaban a reforzar mensajes que la marca querían transmitir y lo hacían de una manera que llamaba la atención, que resultaba imposible ignorar. Era vivible y era memorable.
Quizás por eso también se explique el boom de los cupcakes de marca. El cupcake fue el pastel de moda, la gran novedad en las pastelerías y en las cafeterías cool, allá hacia 2010. En cierto modo - y por mucho que había ya entonces quien insistiesen en que aquello no era más que una magdalena - el tirón de los cupcakes estaba muy conectado con el espíritu del momento, esa búsqueda de cosas optimistas y felices.
Los cupcakes eran, además, muy coloristas y llamativos, dando margen a jugar con ellos de manera creativa. Por eso, también se acabaron convirtiendo en material para el marketing que se come. Y si entre el público pastelero son ya algo común y no esa gran novedad de hace una década, entre los marketeros siguen siendo un elemento muy explotable y muy rentable.
Por un lado, las propias pastelerías acabaron jugando con las marcas famosas en sus propias propuestas, creando sus versiones fan de aquellas marcas que tenían un atractivo especial. Solo hay que hacer una rápida búsqueda en redes sociales o en el propio Google para encontrar ejemplos, por ejemplo, de cupcakes de series o novelas famosas, como Harry Potter o Los Bridgerton. Son homenajes de fans para fans, sobre los que las propias marcas tendrán poco control, pero que ayudan a convertirlas en fenómenos culturales.
Pero, y por otro lado, las propias compañías han comprendido el potencial de este tipo de elementos como un merchandising corporativo más. Durante algunos años, los cupcakes - o versiones más elaboradas de pasteles - de marca eran, de hecho, uno de esos elementos que las empresas incluían en sus envíos a prensa en ocasiones señaladas. A poca gente no le gusta un cupcake y con ello lograban sobresalir por encima de lo anodino de la avalancha de notas de prensa y envíos de materiales.
Más allá de esto, los cupcakes brandeados se han acabado convirtiendo en una pieza más de los elementos de marca que las compañías usan en eventos y conferencias. Es un merchandising más efímero que un bolígrafo o un usb, pero sigue llamando más la atención que todos esos productos ya muy vistos y sobre todo, especialmente cuando detrás del pastel hay un horno que sabe que hace, es mucho más memorable.
De hecho, lo que se come se ha ido posicionando ya no solo como algo que se ofrece a un público nicho (la prensa) o en eventos concretos (como conferencias), sino también como un regalo de marca más, incluso como un elemento efímero - como un producto pop-up - con el que llegar al consumidor final. Es un poco la evolución y sofisticación de los tradicionales “caramelos de propaganda”, que se han convertido ahora en algo más variado y complejo con lo que las marcas quieren ganar en personalización y exclusividad.
Ahora, las marcas entregan sobres, paquetes o cajitas con gominolas, chocolatinas o chupas que sirven para transmitir mensajes, son una extensión del producto (por ejemplo, las versiones limitadas y únicas de gominolas que saben a bebidas alcohólicas) o refuerzan la presencia de una marca en un sector (como puede ocurrir con bombones y corazones en servicios de citas). El producto exclusivo vende su distinción de una manera casi imperceptible a primera vista para el consumidor, pero muy efectiva vía regalo personalizado que se come.
Y es que, al final y en resumidas cuentas, todas estas ideas funcionan porque no son solo cosas que se comen, sino que encajan en una estrategia de marketing más amplia. Son marketing de las experiencias por un lado y marketing multisensorial por el otro, porque varios sentidos entran en juego para procesar todos estos detalles y todos estos valores.
Y si el marketing multisensorial triunfa es porque permite ganar relevancia, convierte en eventos las cosas y consigue colarse primero en la atención de los consumidores y luego en su memoria. No ver un estímulo visual es, en este mundo sobresaturado, muy fácil; no prestar atención a algo que apela a varios sentidos, y que además permite sentirlo y vivirlo, resulta más complicado. De hecho, es también lo que explica todas esas campañas especiales de marketing olfativo —como las que convierten estaciones de metro o pasillos en transporte público en espacios llenos de olores— que intentan conectar con las audiencias en lugares inesperados.
La pandemia supuso un parón para el marketing multisensorial, porque limitaba los movimientos que se podían realizar, pero pronto los marketeros lo recuperaron y lo convirtieron en una prioridad.