Por Redacción - 13 Mayo 2021
Si se pasea por el pasillo en el que se venden los dentífricos en el supermercado, se acabará tropezando de forma recurrente con una nota de sabor. Es el de la menta, que estará presente en mayor o menor medida pero que siempre acabará estando ahí. Lo cierto es que el olor o el sabor de la menta no está solo en ese pasillo y en esa zona.
Hay geles íntimos que tienen toques mentolados, chicles de menta o de sabores similares como la hierbabuena o limpiadores con toques de mentol. Esto ocurre porque en nuestro cerebro hemos vinculado rápidamente la idea de la menta con la higiene, la frescura y la limpieza. Posiblemente, esto haya ocurrido porque la menta es, y volvamos al principio de esta historia, el olor que domina en las pastas de dientes.
¿Cómo logró dominar la menta el mercado de las pastas dentífricas y, sobre todo, cómo logró convertirse en una pieza tan importante de marketing olfativo en cómo se presentan y qué sugieren al consumidor?
La historia de la menta como algo que huele bien y que se asocia a la salud bucal arranca con un tanto de historia social. Los griegos ya usaban menta como elemento refrescante, por ejemplo echándola por el suelo de las habitaciones, y en la Europa medieval la gente mascaba menta y otras hierbas aromáticas para tener un aliento que oliese mejor.
En el siglo XIX, sin embargo, empieza el despertar comercial de la menta. Los caramelos de menta se posicionan casi como un elemento medicinal y la menta - y su sabor - se cuela de forma potente en la emergente industria de la pasta de dientes.
"La idea de que la menta equivale a la frescura es más una ilusión que otra cosa. Es un triunfo de la publicidad", explica a la prensa estadounidense la historiadora de la cosmética, Rachel Weingarten.
El extracto de menta se incorpora a las primeras pastas de dientes, aunque triunfará especialmente en el siglo XX. La publicidad insiste en la importancia de lavarse los dientes y además crea nuevos temores entre los consumidores. Listerine se posiciona como un enjuague bucal en la década de los 20 y logra mucho éxito. Lo consigue generando el terror a la halitosis y a convertirse en un paria por el mal olor de la boca, vendiendo un enjuague mentolado que refresca - o eso prometen - el aliento.
El éxito de Listerine y su campaña de temor por tener mal aliento crearon una oleada de nuevos productos, todos ellos con sabores mentolados. De hecho, el reinado de la menta es tal que incluso en aquellos países en los que culturalmente no tiene un significado tan potente y se prefieren otros sabores, los productos siguen teniendo toques mentolados para transmitir esa idea de frescor.
El boom de los chicles a partir de esa década redondeó el mercado, haciendo que la idea de lo mentolado como fresco se asentase en el imaginario (aún ahora, el 45% de la menta que se produce al año en EEUU va a la industria de los dentífricos y el otro 45 a la de los chicles).
El poder de la menta está en su olor y lo que los consumidores han ido asociando, tras un siglo de publicidad, a su significado. También en cómo reacciona físicamente el cuerpo al producto. El mentol activa ciertos receptores en la boca que crean una ilusión de frescor. El mentol está presente en la menta o la hierbabuena (otros activos similares aparecen en sabores como el de eucalipto, logrando también esa ilusión de frescura).