Por Redacción - 17 Mayo 2021
En los primeros meses de la pandemia, usé mucho más que nunca Sanytol - como estaba haciendo casi seguro la mayoría de la población - pero también el limpiador de Estrella con lejía. En este último caso, fue casi una cuestión de casualidad. La semana anterior a que empezase el frenesí del consumo pandémico y las lejías desapareciesen de los estantes, había comprado el producto por casualidad, porque ni siquiera es uno de los que estaban presentes en mis hábitos de compras habituales.
Sin embargo, durante la pandemia, su uso me resultaba sorprendentemente relajante. No era solo que estuviese cayendo, como todos, en lo que ahora sabemos que era teatro pandémico, higienizando todo en exceso, sino que además el limpiador Estrella con lejía olía exactamente igual - o eso piensa algún rincón de mi cerebro - que el que usaban las señoras de la limpieza del colegio.
El olor me generaba así una cierta ilusión de seguridad. Llegué a confesar, en una de esas constantes conversaciones de WhatsApp de los primeros días, que que mi casa oliese así después de limpiarla por la tarde me había ayudado a dormir mejor una de aquellas noches.
Antes de que Estrella decida empezar a vender la fragancia como la nueva lavanda y como el nuevo producto anti-estresante, habría que tener en cuenta que existe una parte importante de cómo asociamos los olores con experiencias, sensaciones y emociones que está vinculado a las propias experiencias propias. Es como la magdalena de Proust, ese inicio literario tan popular. Al narrador de la novela no le funcionó porque una magdalena sea un desinhibidor de la memoria. Le funciona porque es un recuerdo de su pasado.
Pero, a pesar de este elemento específico, los olores también tienen un efecto general, porque están vinculados a la cultura común. Es por eso que funcionan en el marketing olfativo y es por ello que las marcas los usan para marcar su relación con los consumidores. Los olores hacen que nos sintamos más cómodos, más seguros o con más necesidad de cierto tipo de productos.
También hacen que gastemos más o lo hagamos con más seguridad. Por ejemplo, en ciertos tipos de negocios, si me cruzo con ese olor a lejía Estrella acabo sintiéndome mucho más segura a la hora de pasar tiempo allí y consumir mucho más. La última vez me ocurrió en un cine: su baño olía tan poderosamente a ese limpiador que las dudas ante la idea de pisar por primera vez una sala en tiempos pandémicos se terminaron. Funcionó más que las medidas que la cadena de cines tenía en marcha.
Algunos olores tienen un impacto potente en nuestras pautas de gasto. Un estudio de hace unos años llegó a una clasificación que dividía a los olores en dos tipos y determinó que unos tienen un efecto arrastre sobre los patrones de consumo. Los olores pueden ser así fríos, como el olor a menta, o cálidos, como la vainilla o la canela. Estos últimos son los que hacen que los consumidores gasten más.
Lo hacen porque tienen un impacto en cómo se percibe el espacio. Como señalaba entonces Adriana Madzharov, una de las autoras del estudio, los olores cálidos hacen que el cerebro perciba esos lugares como más "densos socialmente", esto es, como con más gente de la que en realidad tienen. Los consumidores tienden a sentirse menos poderosos en lugares llenos de gente, lo que en retail los lleva a gastar más para intentar recuperar su estatus, apunta el estudio.
Esos olores funcionan como palanca de gasto, aunque el impacto sensorial de los aromas puede llegar por otras vías. Por ejemplo, un estudio anterior descubrió que en términos de espacios de compra lo mejor es que los olores sean simples, no demasiado recargados de notas olfativas. Si se ambienta la tienda con un olor muy complejo, el consumidor se distrae en sus compras (y compra menos).
Por supuesto, las compañías deben comprender no solo qué tipo de olor y qué composición de fragancia mejoran la situación en general, sino también cuáles serán las que impacten de forma más positiva en su mercado específico.
Un estudio de una universidad belga determinó en su momento que el olor a chocolate vendía más libros. Poco importaba la hora que fuese del día o el género literario en venta, si olía a chocolate los consumidores se paraban más a examinar libros, le dedicaba más tiempo y también compraba más. El olor a chocolate impulsaba el gasto.