Un poco de memoria. Años ochenta. La publicidad española asiste a su máximo esplendor. No es una casualidad. A fin de cuentas, una disciplina artística hasta la década de los cincuenta, había comenzado un poco antes, a coquetear con otras a fin de dotar de "ciencia" a sus conclusiones: filosofía, filología, psicología, matemáticas, marketing, etc.
En la década de los sesenta, la publicidad pugnaba por ser considerada una ciencia: de la información, denominación extraña para muchos. Como consecuencia, en el año 71 se creó la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM, lo que puso fin a las antiguas Escuelas de Periodismo y Publicidad que carecían de rango universitario. A ella sucederían otras muchas. Tal vez demasiadas.
La cocina, un arte, una manifestación creativa como tantas, desde hace años también pugna por ser considerada ciencia. Tanto que, al igual que ocurrió con el periodismo, el cine y la publicidad en los setenta, desde 2009 el Basque Culinary Center de San Sebastián y su Facultad de Ciencias Gastronómicas, ofrece estudios universitarios de Grado y Masters a las nuevas generaciones de cocineros del sXXI.
Estoy convencido de que, a día de hoy, muchos "cocineros de siempre", no ven con buenos ojos esta iniciativa. Para ellos, la cocina se aprende entre fogones. Lo mismo pensaban nuestros padres cuando decían que un periodista se formaba en un periódico o un publicitario en una agencia de publicidad, cuando entraban de aprendices.
Hoy ya no existe la figura del aprendiz. Ha sido sustituida por la del becario, solo que en lugar de recibir formación, normalmente recibe explotación. Este párrafo debe tomarse literalmente como aviso a pinches. De cocina, naturalmente.
Que nadie me malinterprete, una formación universitaria es algo positivo per se. El problema no reside en convertir una disciplina, -como también ha sucedido en años recientes con la fotografía-, en estudios superiores. El problema estriba en cómo es procesado dicho cambio por el mercado de trabajo y sus particulares intereses, hoy en mano de unas pocas trasnacionales que han homogeneizado, a la baja, las condiciones laborales en casi todos los países.
Comenzaré con un refrescante apunte veraniego: la chaquetilla de cocinero, una prenda de trabajo tan común como la bata de médico o el casco de bombero, de unos años a esta parte ha sido elevada a los altares por obra y gracia de los realities televisivos de cocina. Se ha sacralizado esta prenda como si del premio Nobel se tratara.
Estoy de acuerdo en dignificar cualquier profesión u oficio puesto que todos son dignos. Sin embargo, la continua presión televisiva por desorbitar la chaquetilla de cocinero hasta las galaxias esferificadas más lejanas, resulta chistosa. De nuevo, en analogía con la publicidad, me recuerda la coleta de los directores de arte -que se daban aires de tal- en los ochenta y, aún de algún nostálgico que queda por ahí. Un símbolo necesario para ¿desarrollar la autoestima, la confianza o mejorar la identificación profesional? Tal vez. Sin embargo, el hábito no hace al monje, como comprobamos muchas veces a lo largo de nuestra vida.
Otra similitud importante entre la publicidad y la cocina aparece en la notoriedad de algunos publicitarios, de entonces, semejante a la de algunos cocineros actuales. Aquí la enseñanza como bien dice el Eclesiastés es, "vanidad de vanidades, todo es vanidad". Vamos, que esto se pasa.
En segundo lugar y ahora vuelvo al serio dilema planteado: ¿cómo reaccionó la profesión publicitaria tras la creación de las facultades de Ciencias de la Información?
Se debería pensar que, al subir el listón de la formación debería haber subido el desempeño laboral: a mejor preparación de los publicitarios, mejores campañas.
Pues no. Me temo que no fue así. Es cierto que, además de la catarsis formativa, la publicidad vive desde finales de los ochenta, principios de los noventa, una crisis sistémica sin solución hasta la fecha. Desde entonces, publicitarios, agencias y anunciantes tratamos de definir un nuevo paradigma. Al mismo tiempo, la irrupción de internet más o menos simultánea, provocó una salida masiva de antiguos profesionales, muy buenos, pero que no cogieron a tiempo el tren tecnológico. Esa precipitada salida, marcó a las generaciones posteriores que no tuvieron la oportunidad de hacer una transición reposada ni de beber de las fuentes de la excelencia de la que bebieron muchos de ellos, protagonistas de la revolución creativa de los 50-60. Es decir, se produjo un relevo abrupto. Un antes y un después.
¿Consecuencias? Muchas. Sin embargo, voy a poner el énfasis en la que, a mi juicio, fue la causante de ese relevo abrupto. Hasta las primeras generaciones de titulados universitarios, la criba que se hacía en las agencias de publicidad (y periódicos) a la hora de seleccionar un candidato no era otra que, el talento. Me pregunto si seguirá siendo así en la cocina.
Con los primeros licenciados, la criba pasó a ser primero el título y luego el talento. No he de aclarar que las universidades no forman en el talento. Al menos las españolas.
Todos los años una nueva generación de universitarios me permite constatar que el talento es minoritario. Muy pocos nacen con él. En lugar de remediarlo y estimularlo desde la infancia, seguimos enviando contingentes de graduados a un mercado laboral que hoy ya solo demanda títulos.
Los errores son clamorosos. Por no extenderme demasiado, hablaré del pésimo uso del lenguaje de las nuevas generaciones. Las faltas de ortografía que hoy se pueden encontrar en campañas publicitarias en cualquier medio, o webs de empresa (hechas agencias "de prestigio" y sus publicitarios), habrían sido causa de rescisión laboral hace algunos años. Hoy nadie se sonroja, incluso se molestan si son corregidos. Como enseñanza, que el título universitario no mude tu humildad. Sin ella no avanzarás.
La paradoja es que las universidades forman a muchísima más gente, "teóricamente preparada", que la que el mundo laboral puede absorber, en contraste al reducido número de personas con talento que existen. Este fenómeno provoca irremediablemente la depreciación en el valor del desempeño y las lamentables consecuencias que traen consigo.
En los años ochenta la publicidad era una profesión en la que pasabas media vida, pero la otra media disfrutabas de los altos ingresos que obtenías. De ese modelo, hoy solo queda la media vida que pasas en ella.
Este párrafo debe literalmente ser oído en cocina y tomado en consideración por chefs, hoteles, restaurantes y chiringuitos de playa.
Esto es un aviso 2 para navegantes de fogones: en los próximos años, nuevas facultades gastronómicas eclosionarán vertiginosamente, si no, al tiempo. La historia siempre se repite.
Concluyo. Si la publicidad actual no es más creativa que la de los ochenta: solo veo copias adulteradas cuando no plagios descarados, piezas sin criterio o refritos, para toparme con algún tesoro de vez en cuando, ¿estaré condenado a esa dieta dentro de unos años?
¡Por Dios cocineros! Estáis a tiempo.