El jefe de sala, solícito, os regala una amable sonrisa mientras sugiere algunos platos de temporada fuera de carta. Dudas. Has invitado a tu pareja con la intención de disfrutar de una experiencia gastronómica de alto nivel. Finalmente, el camarero toma la comanda no sin antes elogiar tu decisión con un imperceptible gesto. Justo en el momento en que va a retirarse, haces una última observación.
-Lo quiero en la mesa en cinco minutos.
-Lo siento señor, eso no es posible. El menú elegido lleva una preparación que requiere, al menos, de diez minutos. Más el tiempo de emplatado.
Tu pareja te mira con gesto de desaprobación. ¡Os vais a perder una maravilla, por tu manía de meter prisa!
Haces caso omiso de su mirada mientras zanjas la cuestión con una salida -a tu juicio-, magistral.
-Diga al chef que tiene cinco minutos para sorprendernos.
El camarero, hace gala de una impecable educación y se aleja con el briefing.
El chef, estimulado ante el reto, trata de complacerte y sale del paso con un plato que tenía a medio hacer. Tú, ni te enteras, pero quedas satisfecho porque se ha respetado tu exigencia. Tu pareja, a la que no le ha gustado el refrito que os han servido, piensa que ese restaurante no es para tanto. También duda de tu capacidad para elegir restaurante.
Ahora, vamos un poco más lejos con esta historia surrealista: imagina que le tomas gusto al asunto y lo haces todas las semanas. ¿Alcanzas a ver el resultado?
Destacaría en primer lugar tu decepción con el chef. Constatas que es incapaz de convertir en norma una excepción. Tampoco te gusta el camarero y su amabilidad afectada. Parece que lo único que le importa es que te dejes el dinero en su restaurante cada semana. Ha aprendido a lidiar con tus desaforadas exigencias. Sonríe y te soporta, estoicamente.
Tu pareja tampoco se libra. Parece cansada de ti. De tu elección de restaurante. Y de tus prisas. Es consciente de que no le has dado al chef ni una sola oportunidad para lucirse. Actúas con prepotencia. No dejas que nadie asigne un tiempo razonable a su propio trabajo.
Sin embargo, no eres consciente de que lo haces cada vez que vas al restaurante. No se te pasaría por la cabeza tratar así a tu médico; al técnico que va a casa a instalarte el ADSL; a tu gestor, o al pastelero al que encargas la tarta de cumpleaños para tu hija, cada año. Ya deberías saber que el tiempo que requiere un profesional para realizar su trabajo, no sólo es un componente de su contrato de servicios. También es parte de su dignidad personal.
En la historia anterior es fácil observar que nadie gana. Todos pierden. También es fácil diagnosticar un remedio.
Ahora, sustituye al restaurante por tu agencia de publicidad. Al chef por el creativo; al camarero por el ejecutivo; tu pareja es el comité o el consejo de administración; tú eres tú; y el briefing es el briefing.
Ningún trabajo, repito, NINGUNO, es tan urgente que tenga que estar "para antes de ayer". Esta práctica es una lacra que arrastra el sector publicitario desde hace demasiado tiempo. Sólo contribuye al desprestigio de la profesión.
El asesinato de la creatividad, en tiempo irreal, queda reflejado en la plétora de campañas y acciones online irrelevantes con las que nos topamos a diario. Entre todos la mataron y ella sola se murió. De pena.
Trabajar rápido puede ser un signo de eficiencia, no de eficacia.
La eficacia sólo atiende a resultados. ¿Acaso le damos un espacio al concepto "prisas" en nuestra cuenta de resultados?
Publicitarios y anunciantes podemos cambiarlo. Ganaremos todos.