Por Redacción - 4 Junio 2019
Hace unos años, en el boom de la aparición de los smartphones y en el de la de las apps, era casi imposible pasarse una semana - o casi hasta un día - sin que alguna marca o empresa no intentase que te descargases su aplicación móvil.
Todo centro comercial parecía tener una aplicación emocionante que podías poner en tu dispositivo móvil, aunque cuando hacías clic en ella te encontrabas con que lo único que incluía era el directorio de tiendas y alguna información poco interesante como el tiempo. De hecho, las apps de los centros comerciales eran una suerte de gran ejemplo de todo lo que se vivió en ese tiempo: la urgencia por tener una aplicación, el intentar vendérsela como fuera a los consumidores y la oportunidad perdida, porque la app en realidad valía para más bien poco.
Por supuesto, todas las grandes marcas tenían una aplicación móvil y todas intentaban entrar en ese terreno, pero también todas las pequeñas compañías parecían intentar estar haciéndolo. Al fin y al cabo, tan rápido como se encumbró este mundo de las apps aparecieron herramientas para hacerlas rápido y fácil, sin grandes conocimientos sobre la materia, por un lado, y servicios y profesionales que prometían desarrollar la app que tu comercio, marca o pequeña empresa de servicios necesitaba, por el otro. Todos los medios de comunicación - otro gran ejemplo - incluso por muy pequeños que fueran parecían tener su aplicación móvil.
Puede que una experiencia personal del último verano sirva para comprender el nivel en el que las apps se posicionaron y cómo las marcas y las empresas llegaron a perder un tanto el norte en este terreno. Estaba en una ciudad en el extranjero, en un restaurante. Claramente nunca más iba a volver a pedir comida en ese lugar y lo único que quería era que me sirvieran algo de comer. Sin embargo, tuve que descargarme una app, intentar hacer el pedido desde ella, frustrarme porque su sistema no funcionaba con una tarjeta de débito que no era del país y acabar intentando que me atendiese una persona humana.
Todo el proceso era la culminación de años de hype de las apps de marca y la demostración de todo lo que estaba mal con ellas. En aquella experiencia estaba el crear la app porque parece cool, el forzar la mano de tus consumidores para que la empleen, el luego ofrecer un servicio muy por debajo de las expectativas y, finalmente, el que el consumidor acabe desinstalando la app en cuestión.
Al fin y al cabo, ese fue el ciclo de vida de las apps de marca y de su burbuja. Los responsables de las empresas veían que el tema se estaba poniendo de moda y que se estaba registrando un cierto hype sobre la cuestión. Todo el mundo parecía querer instalarse una aplicación, porque estas parecían la cumbre de la modernidad, y todas las empresas querían sacar partido de ello.
Las apps, cierto es, tenían también sus propios elementos potenciales. Permitían recabar más datos, ofrecer más información y crear más ventanas de oportunidad (ahí están las notificaciones push) o crear un nuevo canal de ventas. Todo aquello era cierto (y sigue siéndolo) pero para que las posibilidades se convirtiesen en realidades había que hacer un trabajo profundo y complejo.
La app que tantas cosas iba a generar se convertía en simplemente un fiasco y basura digital.
No valía con simplemente lanzar la app, había que trabajarla. Eso era algo que pocos hacían. Se quedaban con la historia de éxito (sí, la app de X vende mucho y es muy rentable, pero lo es porque resulta funcional y porque se ha cuidado bien el diseño) pero no con lo que ese éxito suponía en términos de trabajo. Además, tampoco hay que olvidar que en un primer momento la confianza del consumidor a la hora de comprar desde sus smartphones era limitada. Es algo que se ha ido ganando con los años y que se ha conseguido con el buen trabajo continuado de algunos líderes del mercado.
Por tanto, la mayoría de esas apps que se lanzaban, especialmente aquellas que presentaban pymes decididas a sumarse a la ola sin calcular muy bien qué hacían, se quedaban en aguas de borrajas. Los consumidores la instalaban y, con suerte, nunca más volvían a abrirla (con mala suerte, la borraban a la primera de cambio).
La app que tantas cosas iba a generar se convertía en simplemente un fiasco y basura digital. Solo hay que pensar en qué apps tiene cada uno en su móvil y cuántas de ellas no son de grandes empresas, servicios como autobuses o sanidad, redes sociales o mensajería. Las pocas apps de pymes y las pocas locales que se tendrán será simplemente porque ofrecen algo muy valioso o algo que nadie más da, o que no lo da tan bien.