Artículo Negocios y Empresas

Cheapflación: cuando las marcas hacen "trampas" con los ingredientes para lograr bajar costes

En lugar de reducir cantidades o subir precios, las marcas cambian cómo hacen los productos
Periodista especializada en marketing, tecnología y cultura. Como escritora, autora...

Casi parece una frase hecha: el mayor reto al que ahora se enfrentan las empresas es el de asumir las subidas de costes – que se han disparado en muchas y muy variadas áreas – sin perder a unos consumidores que están ellos también muy preocupados por cómo se ha hecho cada vez más elevado el coste de la vida. Las compañías necesitan mantener sus precios, para que los compradores no se vayan a la competencia, pero hacerlo no es siempre sencillo. Así, han aparecido nuevas prácticas, que tienen a su vez nuevos riesgos, como el de convertir el parche en una potencial crisis de reputación.

La reduflación ha sido la primera. En vez de alterar el precio del producto, lo que hacen las marcas es cambiar las cantidades. El consumidor está pagando lo mismo, pero lo que no sabe – porque no se pone a mirar la letra pequeña – es que le están dando menos de lo compraba habitualmente. Reduflación es que el paquete de tallarines tenga 450 gramos y no 500 como siempre había traído, mientras el precio sigue siendo el mismo.

De entrada, la reduflación es legal, porque el packaging sí indica que el producto lleva una cantidad distinta. Sin embargo, los consumidores sienten que es una especie de engaño. Las asociaciones de consumidores también. La OCU ya ha denunciado ante Competencia a varias marcas por esta práctica, porque consideran que es competencia desleal para las demás, que sí están subiendo precios.

Pero la reduflación no es la única práctica, también se habla ahora de la cheapflación, que fusiona cheap – del inglés barato – con inflación. Si la reduflación es problemática en términos de reputación, la cheapflación es casi una bomba a punto de estallar.

En este caso, las compañías también ahorran en costes para intentar no subir precios al consumidor, pero lo hacen cambiando la esencia de sus productos. Modifican las materias primas que emplean por otras que salen más baratas. Habitualmente, esto implica reducir la calidad, lo que tiene - se mire como se mire - un efecto en cómo es el producto y cómo lo recibirán los consumidores. En vez de usar aceite de girasol con sus precios disparados, por ejemplo, se pasa a usar aceite de semillas.

Más o menos similar a esta idea es otro término, skimpflation, que ha empezado a hacer también fortuna en los medios en inglés. Aquí no solo se habla de bajar la calidad del producto, sino también de reducciones en tipos de servicios. Por ejemplo, es lo que haría que las compras online no llegasen con la misma rapidez. También es lo que hace que algunos vuelos se hayan cancelado o retrasado, porque las aerolíneas no han repuesto el personal que redujeron en años previos y, por tanto, no pueden dar el mismo servicio de calidad de antes.

La cheapflación tampoco es ilegal

Volviendo a la cheapflación, como la reduflación no es tampoco exactamente ilegal, porque en la etiqueta sí aparece - como ocurre con la reduflación - la verdad sobre los productos. "Es una estrategia que se puede hacer", le explica Rubén Sánchez, portavoz de Facua a La Voz de Galicia. "Salvo que habláramos de fraudes en los porcentajes de ingredientes, de tal forma que al consumidor le hicieran creer que la mayor parte del producto es un determinado ingrediente y luego en realidad no es así", añade.

La clave está, en definitiva, en la etiqueta. "La práctica de la sustitución es factible, siempre que se facilite la información adecuadamente y que, además, se haga de acuerdo con las prácticas informativas leales basadas en que la información alimentaria será precisa, clara y fácil de comprender para el consumidor", señala por su parte el responsable del departamento de Derecho Alimentario de Ainia, José María Ferrer, a El Economista.

Pero no es una gran idea

La gran cuestión no es, por tanto, la legalidad o ilegalidad de la práctica, sino lo que supone en términos de reputación corporativa y de la posible relación a futuro del producto con los consumidores. ¿Está hipotecando la compañía la relación que ha construido con los compradores cambiando cómo es su producto y la esencia de su calidad?

Posiblemente sí. A menos que se explique de forma clara qué se ha cambiado y por qué – como hicieron algunas marcas durante la crisis del girasol de hace unos meses – el consumidor no se va a parar a leer la letra pequeña. Solo sentirá que su producto sabe peor o resulta de menor calidad y eso podrá empujarlo en brazos de la competencia. Si además se cambian ingredientes por otros menos saludables, la sensación de engaño puede escalar y la reacción ser más dura.

De hecho, en los medios que han empezado a analizar la skimpflation, los analistas ya apuntan que "es un problema de liderazgo disfrazado de cuestión económica". Esto es, es más bien que no se sabe tomar las decisiones correctas para navegar el mercado cada vez más complejo.

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